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‘8 de abril … y entonces sucedió que …’, por José Luis Fortea

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José Luis Fortea

…….en 1605, nacía en Valladolid, Felipe Domingo Víctor de la Cruz de Austria, hijo del rey Felipe III y Margarita de Austria, futuro rey de España, con el título de Felipe IV, también conocido como “el rey Planeta”, “el Grande” o por sus peculiares facciones “el rey Pasmado”.

Nombrado rey a la pronta edad de 16 años, tras fallecer su padre el 31 de marzo de 1621, como consecuencia de aquella rigurosa etiqueta palaciega que le sobreexpuso al calor de la combustión de la lumbre de un brasero que no pudiendo ser retirado en tiempo y forma, por quien tenía competencia para ello, acabó empapándole en sudor y provocándole altas fiebres y como resultado de todo ello, la muerte.

La mencionada etiqueta, protocolo o ceremonial, siguiendo una costumbre religiosa arraigada de la época, hacía necesario, antes de realizarse el acto de la proclamación, se recogiera este y rezase por el descanso del alma de su progenitor, retirándose para este menester al monasterio de San Jerónimo El Real (Los Jerónimos), haciendo lo propio Isabel de Borbón, su esposa desde el 25 del mes de noviembre de 1615, fecha en la que Felipe contaba con 9 años de edad  e Isabel de Francia, desde hacía tres días, con 13, quien desde el convento de las Descalzas Reales oró y meditó por su difunto suegro.

Como monarca, con casi 45 años de gobierno, hasta el 17 de septiembre de 1665, será este el reinado más longevo de toda la casa de Austria, al superar los 40 años de trono de su bisabuelo Carlos I, los 42 años de su abuelo Felipe II, 23 años de su padre Felipe III y los 35 años de su hijo Carlos II, el Hechizado, mostrándose sin embargo, como su padre en su día, absolutamente despreocupado por los asuntos de Estado, mucho más entretenido por asuntos como la poesía, el teatro y la pintura, y muy entregado a los placeres mundanos de la carne.

Mientras el monarca vive ajeno a los asuntos propios de un gobernante, estos son llevados, en una primera etapa, por su hombre de confianza Gaspar de Guzmán y Pimentel, el conde-duque de OIivares, dieciocho años mayor que él, quien a sus 34 años aprovecha la desidia y apatía de la que el soberano hace gala, sobre la dirección de gobierno, alentándole hacia aquellas otras actividades que le dejan libres y francas las tomas de sus decisiones, durante veintidós años, cuando será sustituido por Luís Méndez de Haro, marqués del Carpio, en 1643 (curiosamente, hijo de Francisca de Guzmán, Paquita, la hermana del conde-duque).

Fruto de sus dos enlaces matrimoniales nacerán doce hijos, pero sólo legará uno para la corona, precisamente aquel que acabarían llamando el “Hechizado”.

De sus escarceos fuera del matrimonio, tendrá hasta treinta y siete vástagos más, de los que el más conocido e influyente fue don Juan José de Austria, que nacería en la madrileña calle de Leganitos un día 7 de abril de 1629, fruto de los encuentros que el monarca tuvo en el teatro del Corral de la Cruz con una actriz, doña María de Calderón artísticamente conocida como “la Calderona”.

De su primera esposa, la mencionada Isabel de Francia (en un enlace nupcial tan político que se fraguó cuando el joven Felipe tenía tan sólo seis años de edad), nacerán siete hijos, de los que tan sólo dos de estos, llegarán a la edad adulta, uno el príncipe Baltasar Carlos, que llegó a jurar antes las cortes castellanas como heredero de la corona antes de fallecer repentinamente a los diecisiete años a causa de la viruela y la segunda, una niña, María Teresa de Austria y de Borbón, que será reina consorte del rey Luis XIV de Francia.

De su segundo matrimonio, con su sobrina Mariana de Austria, cinco hijos más y de nuevo tan sólo dos sobrevivirán, Margarita, esposa del emperador alemán Leopoldo I, que murió con 21 años, y Carlos II “El Hechizado”, rey de España de 1665 a 1700.

Pronto mostraría Felipe una enorme y desmesurada afición por las mujeres de toda clase social, asistiendo de incógnito y embozado, a las representaciones nocturnas que se celebraban en los teatros populares de Madrid, en el ya mencionado Corral de la Cruz y en el Corral del Príncipe, a donde iba en busca de complacencias, placeres y aventuras amorosas.

Según el psiquiatra don Francisco Alonso-Fernández, en su “Manual de Psicohistoria”, el monarca Felipe IV mostraba el comportamiento de todo un sexoadicto anónimo y promiscuo, en el que el denominador común, de todas las mujeres elegidas, donde no hacía ningún tipo de distinción social, era la escasa duración en el tiempo de estas relaciones.

Efectivamente, entre el largo historial  de amoríos de este licencioso monarca se encontraban mujeres de toda clase y condición: doncellas, casadas, viudas, damas de alta alcurnia, de baja estopa y linaje, y por supuesto, también actrices y hasta monjas.

Sorprendente es, sin duda, este asunto que llegó a protagonizar el soberano, en cierta ocasión, con una monja llamada Sor Margarita de la Cruz, novicia de finos rasgos y gran belleza que acababa de ingresar en el convento de San Plácido, de la madrileña calle del Pez, entre la confluencia de las calles de San Roque y Madera, situado junto a la vivienda de don Jerónimo de Villanueva y Díez de Villegas, consejero del rey, a quien este, una tarde logró contemplarla desde la lejanía, queriendo conocerla desde entonces en persona, y que llegado el momento, quedó tan prendando de esta, que le advirtió de sus deseos e intenciones, a los que Sor Margarita le indicó su empeño y voluntad de permanecer fiel a los votos contraídos.

Al asedio de este, sin capitulación alguna ni muestra de debilidad por parte de ella, decidió pues al ardiente y lascivo personaje, colarse en el convento, sin previo aviso, a través de un pasadizo secreto que unía ambos enclaves y desembocaba en la estancia donde se guardaba la leña y el carbón. Conocedora esta de los libidinosos planes de aquel candente hostigador, los puso en conocimiento de la Superiora del Convento, la cual ideó otro para darle merecido escarmiento.

Llegado pues el momento cuando el osado impaciente y alterado irracional rey, a través del corredor secreto, logró colarse de rondón en el interior de aquel lugar, dirigió sus pasos hacia las escaleras que accedían al piso superior, en donde se encontraba el aposento de sus deseos, topándose ante su sorpresa, al llegar al umbral de la misma  puerta, con el féretro de la religiosa, reposando esta en su interior, y las hermanas alrededor rezando por sus restos, huyendo despavorido, creyendo ser el causante de aquel óbito, convencido de ser aquel asunto la consecuencia misma de un castigo divino, enfriando su instinto hasta tal menester, que acabaría donando, muy arrepentido, a la mencionada orden, el cuadro del Cristo, de su pintor de Cámara, don Diego da Silva y Velázquez.

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