En cada esquina, en cada calle de València, hay una historia o leyenda que aguarda ser contada a algún transeúnte curioso.
En el corazón de la ciudad del Turia siglos y siglos de historia se apilan. Algunas son recordadas a diario y otras muchas quedaron en el olvido, sepultadas bajo los muros de piedra.
Y el recuerdo de una de esas historias permanece en silencio, precisamente, en los muros de un edificio.
Entre la Lonja y la calle Caballeros, entre los cruces de la calle de la Estameñería Vieja o de La Purísima, o entrando desde la calle de la Sénia, en un callejón llamado Angosta de la Compañía vemos los restos de lo que hace mucho tiempo fue una puerta, ahora tapiada.
Foto: Hugo Román
La casa del verdugo de València
Silenciada hoy por la piedra, esa casa fue Archivo General de la ciudad durante la República. Pero años antes había sido la casa de Pascual Ten Molina, el que fuera ejecutor de la justicia de la Audiencia de Valencia.
Su pulso nunca fallaba. Tenía la frialdad necesaria para llevar a cabo un trabajo como el suyo, hasta que se cruzó en su camino Josefa Gómez Pardo.
Corría el año 1896 de un mes de octubre cuando la prensa de la época se hacía eco de una terrible noticia: «Mañana probablemente ó pasado á lo más tardar, se levantará en la vecina capital de Murcia el siniestro patíbulo donde expiará su crimen la desdichada Josefa Gómez, que ofuscada por la pasión envenenó á su marido.» Compadezcamos á la delincuente.
Josefa Gómez, había sido condenada por envenenar tres años antes el café que su marido Tomás Huertas y la sirvienta, una niña de 13 años llamada Francisca Grieguez (que apuró los restos de la taza de Huertas) habían tomado en la posada La Perla Murciana.
foto: viajesjuridicos
El encargado de realizar el ajusticiamiento por garrote vil fue Pascual Ten Molina, natural de Pedralba, quien se había ganado la plaza de funcionario en 1889 y que trabajaba de carpintero cuando no lo hacía de verdugo.
El verdugo se enamoró
Cuentan que el verdugo terminó enamorándose de su belleza motivo por el cual solicitó el indulto, pero las autoridades no lo concedieron. Finalmente una fría mañana del 29 de octubre de 1896, frente al Molino del Marqués, en Murcia, Pascual realizó su trabajo.
«El corazón lo estrujé dentro de mi pecho para que no pudiese nunca hacer temblar mi brazo», dijo el verdugo.
Tras su muerte, Pascual fue destituido por haber pedido clemencia para la condenada algo que no era compatible con su trabajo.
La de «Josefa, la Perla Murciana» fue la última ejecución pública en nuestro país, dictaminándose que desde ese instante se llevarían a cabo en recintos penitenciarios.