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’23 de junio…Y entonces sucedió que…», por José Luis Fortea

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forteaJosé Luis Fortea

 

23 de junio……… y entonces sucedió que…………

…………en 1812, en la cima del poder que le otorga el dominio real de casi toda Europa, con un ejército que durante casi veinte años permanecía invicto, sin conocer sus tropas el amargo sabor de la derrota, obteniendo victoria tras victoria en todas las campañas en las que se ha visto inmerso por tierra, el ensoberbecido y alborozado general Napoleón Bonaparte planeaba realizar uno de sus ataques más arriesgados, sabedor como lo era, de que si aquel plan salía bien, vería hecho realidad su sueño de superar a todos aquellos conquistadores a los que tanto admiraba, quedándole únicamente la invasión de las islas británicas (otro de sus viejos anhelos), de la que consideraba, sería pues cuestión de tiempo desde entonces.

Para ello se reunió durante semanas con sus generales más próximos y afines para realizar una valoración sobre la invasión de Rusia, que no dejaba de inmiscuirse en los asuntos europeos desde hacía más de cincuenta años, y darle al Zar Alejandro I, al que consideraba tan poco preparado para el diseño de estrategias de guerra, una contundente derrota en su propio territorio.

Algunos de aquellos oficiales le advertían sobre los riesgos y la imposibilidad de llevar a cabo este cometido, a lo que Bonaparte contestaba con aquellas dos afirmaciones;

-“Lo imposible es donde se refugian los cobardes”- y –“en la guerra, como en el amor, para llegar al objetivo es preciso aproximarse”-.

Todavía continuaba vigente al acuerdo firmado hacía apenas cinco años entre Rusia y Francia con aquella victoria de las tropas napoleónicas, primero sobre los ejércitos austríacos en Austerlitz, en donde el zar casi pierde la vida y posteriormente sobre los ejércitos Prusianos, que obligaría a Rusia, aliada durante aquel conflicto de aquellos, a solicitar la paz a Francia, firmada esta el 7 de julio de 1807, en una embarcación en el río Neman a su paso por la localidad de Tilsit (desde 1946 llamada Sovestk).

Allí, ambos líderes, Alejandro I y Napoleón, sellarían, durante aquellos quince días, una paz entre sus países, conocida como la “paz de Tilsit” y lo que parecía el principio de una buena amistad, comprometiéndose en facilitarse ayuda militar en asuntos de guerra contra terceros, haciendo de sus enemigos los suyos propios.

Del zar, el propio Napoleón llegaría a afirmar posteriormente que;

–“es un hombre provisto no cabe duda de un extraordinario encanto personal, posee el arte de cautivar a cuantos le rodean, pero hay algo en él que no puedo definir, un no sé qué, que no podría expresarlo mejor que diciendo que le falta un algo en todo”- para acabar por sentenciar;

-“Si el zar fuese mujer, creo que haría de ella mi amante, pero no mi mujer”-.

Cuando Napoleón en el final de sus días, confinado en la isla de Santa Elena recuerde en sus memorias estas jornadas, las señalaría como quizás, las más felices de toda su vida, porque según sus propias palabras,

-“en Tilsit me sentía triunfante, promulgando leyes y teniendo a emperadores y reyes que venían a hacerme la corte»-.

La paz, sin embargo duraría escasamente tres años, por lo que en 1810 la tensión volvió a hacer acto de aparición entre ambos, pero con una diferencia, ya que este tiempo le había servido a Alejandro I para entender aspectos que le servirían para enfrentarse de nuevo contra las huestes de Bonaparte.

Así con todo, el 23 de junio de 1812, hace hoy por tanto doscientos cinco años, sucedió que Napoleón decidió atacar Rusia, con un ejército compuesto por más de seiscientos mil soldados (el más grande hasta el momento ni siquiera imaginado) tratando de realizar aquellas maniobras que tanto éxitos le habían proporcionado hasta entonces, las de dividir sus tropas, atacar por un flanco, huir y envolver para reunir y aplastar, pero para ello, requería encontrar la retaguardia del enemigo, en una acción envolvente que al no estar esta prevista por el enemigo causaba además el lógico desorden y desconcierto entre aquellos.

Pero algo iba a ser diferente en esta contienda, ya que el zar consciente de que no era precisamente la organización de sus tropas y el diseño de los movimientos de aquellas su principal punto fuerte, nombró general en jefe de sus ejércitos al avezado y experto Mijail de Tolly, su ministro de guerra desde hacía dos años, que llevaría a cabo una guerra lenta, de desgaste, basada en una política que pasaría a ser conocida como de “tierra quemada”, mandando a sus tropas rehusar el combate, retrocediendo y arrasando sus propios campos para que no les sirvieran de abastecimiento a las tropas francesas, obligando a aquellos a penetrar hasta el mismo corazón de Rusia en su búsqueda a su encuentro, para hacerles morir de hambre, de enfermedades y de frío.

Por su parte Napoleón diseñó una guerra rápida, con la experiencia que había obtenido de las realizadas en condiciones climáticas adversas de frío contra Austria y Prusia, y sabiendo que uno de los aspectos principales sería precisamente el suministro de provisiones para sus hombres, con momentos en donde podrían llegar a coincidir, en un mismo punto de encuentro, cerca de cuatrocientos mil soldados hambrientos, ordenó establecer dos puestos estratégicos de abastecimiento, uno en el Vístula y otro en el Neman, sin prever la llegada del duro invierno y no preparando por tanto a sus tropas del atavío adecuado, portando cada uno de sus hombres raciones únicamente para veinticuatro días, lo cual demostraba lo confiado que estaba del buen fin para aquel cometido.

Mandando la construcción de unos carruajes más grandes que los habituales con las raciones previstas, no dejaron estos espacio suficiente para otro de los elementos no menos importante, el alimento de los caballos, calculándose erróneamente como utilizable el forraje fresco que a su paso podrían encontrar en aquellos terrenos a partir del mes de junio, siendo precisamente el pasto húmedo que encontrarían en su avance uno de los causantes de las fuertes diarreas que comenzaron a presentar aquellos equinos y corceles, debilitándoles hasta el punto de llegar a perecer muchos de estos.

Los rusos se movían de noche en absoluto silencio, retrocediendo terreno, con sigilo, destruyendo sus campos, en una maniobra que exaspera al mismo Napoleón, que desea poder realizar como de costumbre su táctica de forzar la marcha y llevar a una buena parte de sus soldados por detrás de la línea enemiga, pero estos, no dan señales, como si de un ejército de espectros se tratara, utilizando a la rápida y ligera caballería cosaca para mantenerles durante el día alejados de aquellos.

El primer encuentro no tendrá lugar hasta el 7 de septiembre, en Borodino, cuando los generales Michel de Ney, Joachim Murat y Eugène de Beauharnais (hijo adoptivo de Napoleón) se topan con un contingente de rusos atrincherados, provocando en el enfrentamiento un gran número de bajas por ambos lados, pero logrando estos huir, obligando a Bonaparte a dirigirse hasta Moscú, que era precisamente lo que no quería.

El 20 de octubre escribe a su querida Josefina una carta cifrada en la que se empieza a entrever los primeros signos de cansancio y una pérdida de la alta confianza de la que siempre hacia gala, señalándole, antes de entrar en Moscú que;

-“mi caballería está destrozada, muchos caballos están muriendo, aún así dentro de dos días, a las tres de la mañana del día 22, voy a volar el Kremlin”-

Al llegar allí, para sorpresa de estos, la ciudad se encuentra absolutamente envuelta en llamas, vacía y desocupada, sus calles en silencio, en un signo que el propio Napoleón interpretaría como el preludio de una paz solicitada, que sin embargo no llegó. Será él mismo, quien le haga llegar a Alejandro I la concesión de la paz al conflicto, que para su pleno desconcierto, sería rechazada, comenzando a ser consciente del plan urdido por su enemigo, empezando aquellas temperaturas a descender hasta alcanzar los treinta y cinco grados bajo cero, ordenándoles pues a regresar, entendiendo que contra aquel enemigo no habían previsto defensa ni preparación alguna, en un viaje de vuelta que se convertiría en el peor de los escenarios inimaginables, acosados sin tregua en su retirada por los cosacos del Príncipe Mijail Kutúzov.

Con un Napoleón enfermo y cansado, se inició el regreso a casa, preludio del fin de toda una era…….

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Qué pasó un 22 de julio

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Qué pasó un 22 de julio

José Luis Fortea

………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.

Bernard Thévenet

Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.

Qué pasó un 22 de julio

El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.

A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.

En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.

Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.

Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.

No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.

En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.

En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.

De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.

Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.

Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.

El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .

Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.

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