Madrid, 30 dic (EFE).- Nada me hacía pensar hace justo doce meses que el año que estaba a punto de comenzar sería el de nuestra despedida porque un virus, que aún ni conocíamos, iba a poner fin a la vida de más de 50.000 personas -entre ellas la tuya, mamá-, a causar enormes sufrimientos a millones de enfermos y a desbaratar el sistema sanitario, la economía y el planeta.
El 3 de marzo te vi por última vez. Al volver de un viaje me acerqué a la residencia. Aunque ya había más de un centenar de positivos de covid (ningún fallecimiento hecho público aún) y el ambiente estaba bastante enrarecido, seguíamos con nuestras rutinas. No logro recordar cómo fue la última tarde que pasamos juntas. No le di especial importancia porque pensé que sería una más.
EL CONTAGIO
Todo comenzó el 29 de marzo. Te noté muy despistada cuando hablamos y pensé que se debía al cambio de hora y a que llevabas ya un par de semanas aislada en la habitación. Pero tu desorientación fue aumentando los días siguientes. En la residencia ya lo habían observado y lo achacaron a la fiebre que te producía una infección de orina. Luego leí algún estudio médico que citaba los delirios como uno de los síntomas del coronavirus, pero entonces eso se desconocía, como tampoco se sabía que no solo afectaba al sistema respiratorio sino que atacaba a otros órganos.
El 5 de abril empezaron a «escuchar ruidos» en tus pulmones y eso ya les puso sobre la pista. Casi seguro que estabas contagiada y había que ingresarte. «Vamos a llamar a ver si la aceptan en el hospital», me dijeron. En aquel momento pensé que sería porque no había camas libres. Meses después se conocería la existencia de un protocolo de la Comunidad de Madrid con criterios de exclusión para no trasladar a enfermos de residencias a hospitales.
La discapacidad física era un hándicap y tu llevabas dos años en silla de ruedas. Pero aceptaron tu ingreso y empezaron quince largos días en los que te perdí la pista. Nunca te aclaraste mucho con el móvil y aunque en la residencia te lo metieron en tu bolso, jamás lo contestaste y pronto dejó de sonar.
Esperábamos ansiosamente la llamada de los doctores, que normalmente llegaba al mediodía. «Satura bien y está mejorando. Cada vez necesita menos oxígeno, está orientada, ya la hemos levantado….», eran algunos de los mensajes que nos transmitían y con los que tratábamos de aliviarnos durante esas dos largas semanas en las que estuviste siempre en planta, nunca necesitaste cuidados intensivos. ¡Menos mal!
En una de las llamadas pregunté a un doctor sobre tu ánimo: «¿Cómo quieres que esté? Entre la fiebre y el ambiente hospitalario está muy desorientada. Los epis no ayudan. No nos ven las caras y apenas nos oyen. Somos unos astronautas entrando en su habitación y eso no tranquiliza».
Durante tu hospitalización solo conseguí contactar contigo un par de veces, en las que no pude hilvanar una conversación. Tras insistir mucho y el día que cumplías 80 años, tu nieta te hizo una videollamada con la ayuda de las enfermeras. Era la primera vez que te veía desde que te habías contagiado y al colgar me llamó desolada: «La abuela está en la mierda».
EL ALTA
Pero lograste vencer al virus y te dieron el alta. Volviste a la residencia muy cansada y sin ganas de nada. Parecía que te hubiera pasado una apisonadora por encima. ¡Pero, ahí estabas! Fuiste mejorando día a día con todos los cuidados que te dieron y vivimos días de esperanza y de alegría. Todas las mañanas nos conectaban contigo y nos animaba mucho verte, a pesar de que protestabas porque «tenías mucho sueño y pocas ganas de hablar».
LAS SECUELAS
Pero el virus fue muy traicionero contigo. Y a la semana llegó un desmayo, un nuevo ingreso y un diagnóstico que hablaba de trombos en los pulmones provocados por la covid. Pasaste una semana en el hospital mientras trataban de disolverte esos trombos y ajustarte la medicación para que pudieras volver a la residencia.
¡Y lo conseguiste de nuevo! ¡Llegó el alta! «Tiene muchas ganas de irse, no para de pedirlo desde hace días», me dijeron los doctores. Llegaste a tu habitación un viernes por la noche. Era tarde y te acostaron directamente.
Según me contaron, el sábado 9 de mayo despertaste con buen humor y contenta de «estar de nuevo en casa». Pero al levantarte uno de los trombos que había en tu organismo tomó un camino indeseado y marcó tu fin. De nuevo, una ambulancia te trasladó al hospital, pero esta vez ya no lograste llegar allí con vida.
LA DESPEDIDA
Tuvimos «cierta suerte» ya que cuando falleciste se habían relajado un poco las restricciones y nos permitieron despedirte. La encargada de la funeraria pidió permiso a la doctora de guardia. «Al leer que venía de una residencia supuse que no habíais estado con ella desde que empezó todo».
Enfundados en epis recorrimos las urgencias de la Jiménez Díaz, hasta el último «box» del pasillo, el que nos habían reservado para decirte adiós. Eso sí, tuvo que ser de lejos, sin poder acercarnos a ti.
Al día siguiente fue la incineración y también fuimos unos «afortunados» porque pudimos estar presentes los más próximos. Guardando las distancias entre nosotros, sin tocarnos ni abrazarnos. Apenas estuvimos una hora en el crematorio de La Almudena y cada uno se fue con su dolor y su duelo en silencio para casa. Seguíamos confinados.
El lunes ya teníamos la urna con tus cenizas en casa. En esto también nos podíamos considerar agraciados. Sabíamos que muchos fallecidos habían sido cremados a cientos de kilómetros de sus domicilios y sus familias habían esperado semanas para recoger sus restos.
LAS PERTENENCIAS
Hasta que no terminó el estado de alarma, a finales de junio, no pudimos recoger tus cosas de la residencia. Las habían metido en cajas y estaban en un patio junto a las de los otros fallecidos por la covid.
Quisimos donar tu ropa para otros residentes, pero nos dijeron que estaba totalmente prohibido. Teníamos que llevarnos todo y deshacernos de ello.
Y en la acera, frente a la residencia en la que pasaste tus tres últimos años de vida, protegidos por guantes y mascarillas, abrimos esas cajas y fuimos metiendo tu ropa y objetos personales en bolsas de basura. Lo hicimos en apenas media hora, sin pensar qué significaba esa ropa o esos objetos y sin poder tocar nada, porque el virus que te mató también te había convertido en una «contagiosa».
EL 2020 LLEGA A SU FIN
Esta es tu historia y es la nuestra. Dibuja unos meses muy negros de este 2020 que termina con la esperanza de todos puesta en la vacuna, pero creo que puede ser compartida por todos a los que el virus ha dado tan mala muerte. A los que os habéis ido solos, alejados de familiares y amigos, y sin consuelo.
Por eso, este homenaje a los que tendrías que seguir estando, a todos los que han sufrido en ucis, hospitales o domicilios y a los sanitarios y cuidadores que en todos los rincones del país se han dejado la piel por atenderos.
Tienes que estar registrado para comentar Acceder