Firmas
’15 noviembre … y entonces sucedió que …’, por José Luis Fortea
Publicado
hace 8 añosen

José Luis Fortea
…………………..durante aquella fría madrugada del miércoles día 15 de noviembre de 1884, aparecía el cuerpo sin vida de Emma Anne Keyse, en su domicilio de “The Glen“, en la acogedora población costera de Babbacombe, en el condado de Devon, al sur de Inglaterra, con un profundo corte que le seccionaba, de lado a lado, toda la parte anterior del cuello.
La noticia corrió rápidamente como un reguero de pólvora entre los habitantes de la bahía de Babbacombe, a la que por su extraordinario clima templado también se le conoce como la “Riviera inglesa”. La señora Keyse, de sesenta y ocho años de edad, aunque de origen londinense, al haber nacido en el área de Edmonton del distrito de Enfield en el Gran Londres, era muy conocida en aquella localidad, al haberse criado en aquellas tierras, desde su llegada en 1820, cuando apenas contaba con cuatro años de edad.
Quienes la conocían decían de ella ser una mujer introvertida y callada, de profundas creencias religiosas y poco dada al lujo y el dispendio. No se había llegado a casar nunca, y los vecinos de la zona dudaban, incluso de recordar, haber tenido si quiera pretendiente alguno. En aquella casa, vivía por aquel entonces, como parte integrante del servicio doméstico, John Henry George Lee, un lugareño de veinte años de edad que ya había trabajado para la señora Keyse, hacía ya algún tiempo, y que tras pasar por prisión, condenado por un delito de robo, había vuelto a ser readmitido, gracias sin duda, a su hermana por parte de madre, Elizabeth Harris, que hacía las veces de cocinera y que lograría convencer a la señora de ofrecerle una segunda oportunidad.
Dado el historial del joven John Lee y su paso por prisión, al tratarse del único varón que habitaba aquella morada en el momento del asesinato y de presentar un ligero corte en su antebrazo, recayeron enseguida sobre él todas las sospechas, y aunque las pruebas no eran demasiado concluyentes, acabó siendo detenido y acusado del crimen perpetrado en The Glen.
Curiosamente la defensa de aquel juicio, celebrado en febrero de 1885, corrió a cargo de un joven abogado, de veintisiete años de edad, Reginald Gwynne Templer, vecino de la localidad de Teignmouth, en el mismo condado de Devon, que al parecer bebía los vientos por Elizabeth, la medio hermana de John Lee, y a la que posteriormente se descubriría había dejado en situación de buena esperanza. Los chismorreos populares aventuraban que era posible que aquel joven fuese sorprendido in fraganti en la cocina de The Glen, con la cocinera en una actitud que para la religiosa señora Keyes habría supuesto toda una afrenta, conjeturando con la posibilidad de verse frente a frente ambos y haber probablemente sido él quien hubiera cometido realmente aquel crimen.
De cualquier forma, aquel letrado fallecía en diciembre del mismo año siguiente, en 1886, como consecuencia de la enfermedad infecciosa conocida como la “sífilis”, en el Sanatorio “Holloways”, desvaneciéndose de esta manera su posible participación en el delito.
Aquel jurado no tardaría más de cuarenta y cinco minutos en deliberar y proporcionar un veredicto de culpabilidad al juez, que lo condenaba a muerte mediante ejecución en la horca, en la prisión de Exeter, prevista para el 23 de febrero de ese mismo año de 1885.
El lunes, 23 de febrero, el condenado fue llevado desde su celda al cadalso habilitado al efecto en el patio de la penitenciaría, en donde una vez colocada la soga alrededor de su cuello el verdugo accionó el mecanismo de apertura de la trampilla, mediante el desplazamiento de la palanca, que sin embargo y ante la sorpresa de los presentes, una vez activada aquella, esta no se abrió. Revisado el aludido sistema de abertura de la pertinente portezuela y comprobando su buen funcionamiento, volvió a realizarse la misma operación con idéntico resultado, no siendo posible que el sistema lograra abrir la plataforma deslizante.
Fue revisada pieza a pieza el engranaje por el verdugo de treinta y tres años y una larga experiencia en ejecuciones, James Berry que no encontraba una explicación lógica a lo acontecido. Si el reo era apartado de la portezuela, una vez activada la palanca, esta se abría, pero eso no sucedía cuando era colocado sobre la misma para proceder a su ejecución.
Se intentó una vez más. Se anudó la cuerda, por tercera vez, sobre el gaznate del condenado, colocándolo de nuevo sobre la trampilla. James Barry asió con fuerza la palanca del accionado, tirando de ella con brío, no logrando desplazar la trampilla de nuevo, ni un solo milímetro, no sucediendo nada de lo previsto.
Las autoridades de la prisión transmitieron estos hechos al juez del condado que a la vista de lo allí acontecido y ante la imposibilidad de ahorcar al convicto, solicitó de Sir William Harcourt, el secretario de Estado, la manera de proceder ante dicha anómala situación, siéndole conmutada la pena de muerte por la de cadena perpetua, de la que acabaría cumpliendo veintidós años entre rejas, al quedar en libertad en 1907, a los cuarenta y tres años de edad.
Decía Miguel de Cervantes, -“No hay ningún viaje malo, salvo el que conduce a la horca“- aunque bien podríamos concluir, excepto el que hizo John “Babbacombe” Lee, el “hombre que no pudieron ahorcar”.
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José Luis Fortea
………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.
Bernard Thévenet
Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.
Qué pasó un 22 de julio
El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.
A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.
En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.
Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.
Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.
No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.
En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.
En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.
De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.
Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.
Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.
El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .
Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.
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