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‘2 de junio … y entonces sucedió que …’, por José Luis Fortea

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forteaJosé Luis Fortea

…….en 1183 en Japón, el 2 de junio, tuvo lugar la batalla de Kurikara que por su desenlace final está considerada una de las más importantes de la historia del país del sol naciente y con ella, la de sus guerreros más famosos, los samuráis.

Los nietos del quincuagésimo (50º) emperador del Japón, Kanmu Tenno, que en el año 794 había trasladado la capital nipona desde Nara a Kioto, siendo este el segundo traslado capitalino que había realizado, en tan sólo diez años el mismo emperador, fundaron a partir del año 825, el “clan de los Taira”, a modo de título hereditario, convirtiéndose en uno de los cuatro clanes que acabarían por dominar el escenario político del Japón, junto a los Fujiwara, los Tachibana y los Minamoto.

Las rivalidades, los roces y las tensiones, entre estos cuatro clanes, fueron constantes, acentuándose más aún entre los Taira y los Minamoto, dos familias que rivalizaban por entronizar a sus miembros como emperadores, siendo sus miembros curiosamente, en sus orígenes, príncipes que habían resultado apartados de la sucesión y por tanto no elegibles como tales.

La consecuencia final de las mencionadas fricciones, sería el desencadenamiento de una guerra civil entre estas dos estirpes, cuando el líder de los Minamoto, llamado Gensanmi, decidió conceder su apoyo a otro candidato diferente al del clan de los Taira, hecho considerado por estos como un acto ofensivo, iniciándose de esta forma las denominadas guerras Genpei, que tuvieron lugar entre los años 1180 a 1185, siendo un día 2 de junio de 1183, como hoy, de hace por tanto 834 años, cuando se produjera, en este contexto bélico, la trascendental batalla de Kurikara, que desnivelaría las fuerzas a favor del clan Minamoto, definitivamente.

El golpe de efecto concluyente de la mencionada contienda, lo proporcionaron los guerreros samuráis del clan de los Minamoto, que como acción ofensiva libraron una manada de bueyes con antorchas encendidas sujetas a su cornamenta que llegaron a producir gran desconcierto entre las filas enemigas, arremetiendo muchos de estos contra los cabestros, sin saber muy bien cómo proceder y huyendo otros despavoridos ante la confusa situación que se les acababa de presentar.

El resultado de esta guerra supuso pues la consolidación, en el orden político y militar, de los llamados Samuráis, guerreros procedentes de las zonas más agrestes del país (cuya traducción literal podría bien ser la de “servidores armados”), protectores de aquellas propiedades agrarias, lejos del lujo que proporcionaba la capital y las grandes ciudades.

Estos guerreros servidores portaban, entre sus ropajes y vestimentas, armamento de todo tipo, principalmente arcos y flechas y sus temibles “katanas”, mientras que la selecta y distinguida nobleza cortesana, honrando aquella máxima de “la violencia engendra violencia”, muy lejos de aquellos principios que honraban el derramamiento de sangre, los consideraban, en cierta manera, hombres de espíritu impuro, por lo que les mostraban su desprecio y desconsideración.

De hecho, sería el aludido líder del clan, Gensanmi, considerado como el primero en realizar el “ritual del seppuku”, llamado también harakiri o corte en el vientre, como una parte del código ético de los samuráis (el Bushido), una muerte voluntaria, bien con honor o como medio para restablecerlo, por haber cometido alguna ofensa o acto deshonroso, consistente en insertar el acero del filo de un pequeño puñal en el vientre procediendo a su desentrañamiento.

El código samurái considera la vida tan importante como una simple mota de polvo, no sucediendo lo mismo con el honor al que lo considera el mayor tesoro del mundo, por lo que no es extraño que entre aquellos guerreros se dijera que “el camino de todo samurái se encuentra en la misma muerte”.

Junto al honor [Meiyo], son también consideradas virtudes, la justicia [Gi] (actuando para ser justo con honradez mediante la toma decisiones correctas), la benevolencia [Jin], el coraje [Yu], el respeto [Rei], la honestidad [Makoto], la lealtad [Chuugi].

Hay que realizar, sin duda, una mención especial en el desarrollo de esta contienda para las mujeres samuráis (Onna Bugeisha) que lejos de desempeñar únicamente un papel de defensa del hogar o la familia, utilizando principalmente un arma conocida como “nanigata” (de palo largo y hoja curva), combatieron codo con codo con los guerreros masculinos, siendo alguna de ellas consideradas temibles luchadoras.

Entre ellas encontramos a lo largo de la historia a la emperatriz Jingu, diestra en el manejo de la nanigata, o Tomoe Gozen, hábil con el manejo del tiro con arco y todavía mejor con el uso de la espada, con la que decían se transformaba en el mismísimo diablo para enfrentarse contra todo enemigo que saliera a su paso.

Obligadas a respetar el código samurái, debían ataviarse del preceptivo kimono de seda que para las mujeres solteras llevaba un tipo de manga más larga que para las casadas, cuyas mangas eran algo más recortadas, teniendo que llevar además un tipo determinado de peinado que con el tiempo fue variando de estilo.

Pero entre todas ellas, destaca sobremanera una, de nombre Nakano Takeko, del clan Aizu, considerada la más ducha en el uso de la nanigata y toda un leyenda en la épica defensa del castillo de Tsuruga, cuando en 1868 ante el asedio de más de 15.000 enemigos, lograron mantener a salvo su empalizada, defendiendo con éxito este. Durante la refriega, mató a decenas de soldados rivales, muriendo durante el transcurso de la misma de un disparo en el pecho.

Es pues con el fin de estas guerras de cinco años de duración cuando tuvo lugar la irrupción de estos luchadores que acabarían encarnando, durante los próximos mil años, el espíritu de toda una nación, y con este, toda una filosofía de vida.

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Qué pasó un 22 de julio

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Qué pasó un 22 de julio

José Luis Fortea

………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.

Bernard Thévenet

Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.

Qué pasó un 22 de julio

El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.

A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.

En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.

Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.

Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.

No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.

En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.

En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.

De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.

Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.

Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.

El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .

Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.

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