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’23 de abril… Y entonces sucedió que…’, por José Luis Fortea

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forteaJosé Luis Fortea

…… en 1521 se libraba en la localidad de Villalar, a orillas del río Hornija (a catorce kilómetros de Tordesillas, lugar en el que se hallaba confinada Juana de Castilla, la hija “loca” de los reyes católicos, por orden de su padre, el rey Fernando, y que mantuvo vigente su hijo Carlos en 1517 al sucederle), en la provincia de Valladolid, una batalla entre los Comuneros de Castilla y las tropas imperiales del rey Carlos I en una contienda catalogada como la primera revuelta de protesta popular frente a un poder real absoluto e ilimitado, defendiendo lo propio.

Cuando el 23 de enero de 1516 fallece Fernando el Católico, nombra en su testamento a su nieto Carlos como gobernador y administrador de los reinos de Castilla y Aragón en nombre de su madre, la reina Juana I, incapacitada por su “enfermedad”. Contaba el joven príncipe, en aquel mes de enero, con quince años de edad y un absoluto y completo desconocimiento del idioma y las costumbres propias de aquellos reinos.

Partiendo desde el puerto de Flesinga en la isla de Walcheren en los Países Bajos el 8 de septiembre de 1517, hacia dichos territorios peninsulares, en un viaje en el que tenían previsto arribar por el puerto cántabro de Laredo, una lluvia intensa acaecida aquel sábado 19 de septiembre, desvió su rumbo, obligando a los cuarenta navíos que conformaban aquella comitiva, a dirigirse prontamente hacia la costa, evitando de esta manera el peligro de aquellas aguas de vientos cambiantes, realizando el desembarco a doscientos kilómetros hacia el oeste de aquel lugar pronosticado en un principio, concretamente en el puerto asturiano de Tazones del concejo de Villaviciosa, cuyos habitantes confusos creen ser, en un primer momento, víctimas de un ataque extranjero.

El embajador de la República de Venecia, el teólogo Gasparo Contarini describía así al nuevo rey a su llegada;

-“ De piel blanquecina, estatura mediana, con un cuerpo bien proporcionado, de bellísimas piernas, buenos brazos y mirada intensa, de aspecto más bien grave, pero en modo alguno ni cruel ni severo, todo en él desprende armonía excepto el mentón, tan ancho y tan largo, que no parece natural de aquel cuerpo, tan peculiar de los prognatos, que ni siquiera puede sellar bien los labios al disponer entre las mandíbulas un espacio del grosor de un diente, donde en el hablar, a veces, al acabar la oración, balbucea alguna palabra que no se le entiende muy bien, en un idioma del que únicamente habla, el francés”-

Este hecho del desconocimiento del idioma supuso un primer rechazo de esos nobles castellanos que salieron a su encuentro, que pronto observaron como aquellos ímprobos esfuerzos de su abuelo Fernando para enseñarle, entre otros menesteres, el idioma castellano y las costumbres propias de unas tierras, en las que algún día reinaría, habiéndole enviado al obispo Luis Cabeza de Vaca a Gante, habían resultado en vano y evidentemente infructuosos, y máxime cuando por empeño de su tía Margarita de Austria, la hermana de Felipe “El Hermoso”, gobernadora de los Países Bajos, a cuyo cargo le habían dejado, se encargase de enseñarle francés, algo de alemán y latín pero nada de castellano.

Otro hecho que enervó los ánimos de aquellos nobles fue que el nuevo monarca viniera acompañado y rodeado de un gran séquito de cortesanos flamencos que de igual modo no balbuceaban palabra alguna en el idioma español, los cuales hicieron un cerco inaccesible en torno a él, y que serían posteriormente nombrados para los cargos relevantes del reino, como el caso de Guillermo de Croy, al que nombró Arzobispo de Toledo a sus veinte años (el más importante cargo eclesiástico), o como Adriano de Utrecht, elegido Inquisidor general de Castilla, desplazando, a aquellos cada vez más recelosos nobles castellanos, paulatinamente de las esferas del poder.

En Tazones pasaría tres noches descansando del viaje, dirigiéndose el miércoles día veintitrés a Colunga, y de allí a Ribadesella hasta llegar a LLanes, haciendo allí su entrada el sábado 26, recibido con aclamaciones de un pueblo que dispuso el piso de ramajes y flores olorosas hasta la puerta de su morada, de quien el mismo rey llegó alabar el tremendo esfuerzo. Una población que la misma tarde de aquel domingo día 27 le ofrecería una “corrida de toros”, de unos astados, como diría posteriormente el mismo soberano que eran -“fieros y malos como ellos solos”-.

Y de allí a Tordesillas para encontrarse con su madre, Juana, de la que obtuvo el acta por la que le permitía reinar en su nombre, que junto con el anuncio del fallecimiento del Cardenal Cisneros el día 8 de noviembre, que desempeñaba la regencia tras la muerte de Fernando el Católico, le dejaba libre y sin obstáculos el camino para reinar.

Dejando al mando de sus nuevas posesiones a Adriano de Utrecht, Carlos I parte de nuevo hacia Flandes, hecho este que desencadenaría todavía más, aún si cabe, en una más que firme indignación.

Con la muerte de su abuelo paterno, el emperador Maximiliano, Carlos deseoso de acceder a dicho cargo, por aquellos días electivo, rivalizando con el monarca de Francia Francisco I, y necesitando para ello fuertes sumas y partidas presupuestarias decidió obtener estas, entre otros de sus territorios de Castilla y Aragón, imponiendo a tal fin un impuesto aprobado en unas cortes que hasta la fecha no tenían jurisdicción alguna.

En Aragón las hermandades o Germanías (los Agermanats) y en Castilla, los llamados Comuneros, con Juan Bravo en Segovia, Juan de Padilla en Toledo y Francisco Maldonado en Salamanca, quienes se organizaron y sublevaron llegando incluso hasta Tordesillas, para ofrecerle a doña Juana cumplir aquella voluntad testamentaria de su madre la católica, y ejercer su reinado, petición que sin embargo no quiso aceptar.

Una sublevación que rápidamente se extendió por otras localidades castellanas como Ávila, Zamora, Toro, Palencia, Medina del Campo, Valladolid, Burgos……exigiendo al rey el cumplimiento de una serie de peticiones y reclamos, en un memorial de agravios, al que, obvia señalar, que el rey no estaba en modo alguno acostumbrado ;

Estos le pedían, entre otros asuntos;

– Fijar su residencia en España.

– En los empleos de primera, segunda y tercera plana, de los oficios de la casa real fueran dados a los nacidos y bautizados en Castilla.

– No más partidas presupuestarias, ni impuesto alguno, ni otorgar licencias para extraer dinero al extranjero.

-Haga el monarca esfuerzos por aprender el idioma castellano.

– Un trato de mayor respeto hacia su madre Juana, recluida en Tordesillas.

El 23 de abril de 1521, hace hoy por tanto 496 años, las tropas imperiales al mando de conde de Haro se enfrentan a las de los comuneros de Castilla en Villalar, sin casi opción alguna, en donde perecerán más de mil combatientes castellanos. Sus cabecillas, Padilla de 31, Bravo de 38 años y Maldonado de 41, capturados y hechos prisioneros fueron al día siguiente ejecutados mediante “decapitación”.

El rey Carlos I tras estos sucesos fijó definitivamente su residencia en Valladolid, se rodeó de consejeros nacionales e hizo esfuerzos para aprender, en un relativamente breve espacio de tiempo, un idioma castellano, sin duda acelerado por el contacto constante que el soberano mantuvo con el soldado y poeta Garci Lasso de la Vega.

Fue tanta su implicación en el aprendizaje del idioma que una vez hecho propio, no lo volvería a abandonar, e incluso, años más tarde, cuenta el historiador francés Pierre de Bourdeille, que en cierta ocasión estando reunidos, Carlos I con el Papa Paulo III y dos embajadores franceses, con ocasión del triunfo de las tropas imperiales sobre las de Barbarroja  y ante la insistencia de aquellos de escucharle hablar en otro idioma que no fuera el castellano y poder así entenderle mejor, dicen que se puso en pie y afirmó  con su acento tan característico;

–“No esperen de mi otras palabras que de mi lengua española, la cual por su nobleza, debería ser sabida y entendida por toda la gente cristiana”-

Curiosas palabras sin duda de alguien que apenas veinte años antes dijera “hablar en castellano con Dios, con los hombres en francés, en italiano con las mujeres y alemán con su caballo”.

Sin duda la batalla de Villalar, supuso un punto y aparte en el reinado de este monarca

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Qué pasó un 22 de julio

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Qué pasó un 22 de julio

José Luis Fortea

………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.

Bernard Thévenet

Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.

Qué pasó un 22 de julio

El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.

A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.

En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.

Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.

Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.

No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.

En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.

En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.

De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.

Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.

Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.

El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .

Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.

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