Qué pasó
Qué pasó un 28 de julio
Publicado
hace 7 añosen
José Luis Fortea
……………………… durante la mañana del sábado 28 de julio de 1945, de hace hoy 72 años, un bombardero B-25 Mitchell con una velocidad aproximada de unos 360 kilómetros por hora, se estrellaba contra el edificio más emblemático de la ciudad de Nueva York, por aquel entonces y desde el año 1931, el “Empire State Building”, ubicado en el número 350 de la Quinta Avenida, entre las calles 33rd y 34th, paralela a la avenida Madison.
Aquella majestuosa edificación que llevaba el apelativo con el que se conocía al estado de Nueva York, “Imperio”, había sido construido por iniciativa del fundador de General Motors, John Jackob Raskob con la única intención, en aquellos tiempos, de superar el realizado por la competencia once mese antes, el edificio Chrysler, con sus imponentes 319 metros de altura, distribuidos en setenta y dos pisos.
De esta forma, a pesar de la grave crisis económica del momento, con el denominado crack del 29, y en tan sólo un año de construcción, se erigiría este colosal rascacielos de ciento dos plantas y 381 metros de altura (ampliados posteriormente en 1953, con una antena de emisión, en sesenta y dos metros más), considerado durante cuarenta años el más alto del mundo, con sus 1860 escalones y setenta y tres ascensores.
Aquel sábado 28 de julio de 1945, sobre las ocho de la mañana, el teniente coronel William Franklin Smith, Jr, comprueba los motores de su bombardeo B25 Mitchell, el “Old John Feather Merchant”, junto al sargento Christopher Domilrovich, un oficial que le ha estado acompañando durante los últimos dieciocho meses en plena segunda guerra mundial, con más de cincuenta exitosas operaciones de combate, por lo que ambos militares, a pesar de su juventud, 27 años el teniente y 31 el sargento, con seis condecoraciones eran ya considerados unos oficiales veteranos experimentados.
Oficialmente el cese de las hostilidades de la Segunda Guerra Mundial, había sido señalado el pasado día 8 de mayo, por medio del primer ministro británico Winston Churchill cuando anunciaba la capitulación de Alemania a través del representante del comando Alemán, el general Alfred Jodl y su nuevo jefe de Estado, el almirante Karl Dönitz, aunque la negativa, por parte del imperio japonés, a rendición alguna, mantenía al país nipón en guerra contra los Estados Unidos.
El vuelo programado estaba considerado como rutinario, pues tenía previsto salir desde Bedford en Massachusetts y aterrizar en el aeropuerto de Newark en New Jersey, en un trayecto en principio muy cómodo de realizar.
En el mismo avión, viaja el marinero, mecánico de aviación, Albert G. Perna, de 19 años de edad, destinado en la base naval de Squantum en Bedford, que aprovecha el vuelo y así ahorrarse las tres horas y cuarenta y cinco minutos que se tarda en realizar el mismo trayecto por carretera en automóvil, para reunirse con sus padres, Vincent y Teresa, y sus hermanas Jean y Tessie, en el domicilio familiar situado en el número 5611 de la calle 17th del barrio neoyorkino de Brooklyn, en la ciudad de Nueva York, donde acude para realizar una misa funeral por la muerte, en combate, de su hermano Anthony, perteneciente al ejército naval americano, al que la aviación japonesa (con los llamados kamikazes) había hundido su destructor el USS Luce (junto al USS Morrison y el USS Litle), durante el pasado mes de mayo.
Las condiciones climáticas previstas para aquel sábado no eran las idóneas para la realización de este viaje de cerca de trescientos cincuenta kilómetros, pues una densa capa de nubes bajas cubría amplias zonas por las que tenían previsto realizar el trayecto, entre New Haven y Long Island. Aún así, el teniente Smith, a pesar de las adversas condiciones, decidió salir sobre las nueve de la mañana, bajo las reglas de “vuelo visual” [VFR], en virtud del cual, el piloto dirige la aeronave, manteniendo contacto ocular con el terreno que sobrevuela, confiando así en su amplia experiencia.
Cuando aquel bimotor surcando los cielos cada vez más cerrados por la espesa bruma se aproxima a la ciudad de Nueva York, con una más que baja visibilidad de apenas tres kilómetros, recibe un aviso, desde la torre de control del aeropuerto de LaGuardia, situado frente a la bahía de Flushing en Queens, a unos trece kilómetros del centro de la isla de Manhattan, aconsejándole interrumpir el vuelo hasta conseguir una mejoría de las condiciones climatológicas, pero este, acostumbrado a situaciones mucho más adversas, decide proseguir el mismo.
A las diez menos veinte de la mañana y con el tren de aterrizaje activado, aquel bombardero de cerca de diez toneladas de peso, colisionaba contra la fachada norte del edificio del Empire State, provocando con el impacto entre los pisos septuagésimo octavo y septuagésimo noveno, una explosión que por el combustible de la nave, llegaría a incendiar varios pisos.
Además de los daños materiales, valorados en cerca de un millón de dólares, que no llegaron a afectar sin embargo a la estructura misma del edificio, a pesar del fuerte encontronazo y de un boquete de cerca de seis metros de ancho por otros tantos de alto, hubo catorce víctimas mortales (entre los que se encontraban los tres miembros de la nave siniestrada). Entre los once fallecidos restantes, se encontraba William Paul Dearing, de 37 años de edad, que tras el impacto y para evitar ser alcanzado por las llamas saltó por una de las ventanas, siendo su cuerpo posteriormente encontrado en la repisa de la terraza de la septuagésima segunda planta.
Completa el triste balance de este accidente, los cerca de veintiséis heridos que causó el mismo, destacando entre estos, el caso de una ascensorista, Betty Oliver de veinte años de edad, que sufriría aquel mismo día 28 de julio un doble percance, el primero como consecuencia de la propia onda expansiva de la explosión de la nave, siendo despedida varios metros hasta las escaleras del inmueble del septuagésimo quinto piso en el que se encontraba y un segundo accidente, cuando al ser evacuada en uno de los ascensores y rompiéndose los cables de este, acabaría precipitándose al vacío, desde una altura aproximada de tres cientos metros, siendo la única persona en sobrevivir a tal circunstancia. Betty, fallecería cincuenta y cuatro años más tarde.
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José Luis Fortea
………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.
Bernard Thévenet
Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.
Qué pasó un 22 de julio
El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.
A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.
En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.
Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.
Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.
No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.
En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.
En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.
De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.
Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.
Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.
El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .
Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.
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