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‘4 de junio… y entonces sucedió que…’, por José Luis Fortea

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forteaJosé Luis Fortea

………….hace hoy 94 años, un 4 de junio de 1923 tuvo lugar una carrera de caballos en el hipódromo de Belmont Park, en el pueblo de Hempstead, perteneciente al condado neoyorkino de Nassau en Long Island, en la que el vencedor de aquel día, el jinete Frank Heyes, montando la yegua de nombre Sweet Kiss (dulce beso) llegaría a realizar, sin duda, la carrera de su vida contra todo pronóstico, en una prueba prevista para una distancia de dos millas (poco más de tres mil metros), y con doce obstáculos en su recorrido.

Si bien en Grecia y en Roma habían sido muy populares este tipo de carreras de caballos, estas eran realizadas no a lomos de aquellos, sino sobre unos carros tirados por varios de estos, siendo las más populares en Roma, las denominadas carreras de cuadrigas que eran las protagonizadas por carros impulsados por cuatro caballos de frente.

El origen de la primera prueba de velocidad cabalgando a lomos de un caballo tuvo lugar en Irlanda, en el condado de Cork, cuando en 1752, Edmund Blake y Cornelius O’Callaghan realizaron una apuesta para averiguar quién poseía el más rápido y veloz, realizando para ello una carrera de poco más de seis kilómetros de distancia entre los campanarios de la Iglesia de Buttevant a la Iglesia de St. Leger de la vecina localidad de Doneraile.

La oportunidad de formar parte de la monta de una silla en las carreras profesionales le vino tardíamente al jinete Frank Heyes, que de profesión no era la de jockey, sino la de entrenador de caballos, cuando a sus treinta y cinco años pudo llegar a hacer realidad aquel viejo sueño de poder correr a lomos de algún caballo, ya que haciendo bueno el dicho –“los cuidados y no las bellas cuadras, hacen un buen caballo”- el señor Heyes, que había dedicado mayor trabajo y esfuerzo en el entrenamiento de aquella yegua, viendo en ella un enorme potencial y convencido de poder realizar un más que decente y digno papel en alguna carrera, propuso a la dueña de esta, la señorita Frayling, participar en la carrera de Belmont, prevista para el mes de junio.

No sin ciertas dudas, la dueña acabaría aceptando la propuesta de aquel entrenador de caballos que por fin veía cumplida su vieja aspiración y deseo, aunque para ello, encontrándose por aquellos días con un peso de casi sesenta y cinco kilogramos, debía ponerse en forma cuanto antes, disponiendo no obstante de poco tiempo hasta el día señalado para la prueba.

Los jinetes profesionales en este tipo de carreras, suelen ser generalmente menudos y livianos, con una media de un metro y sesenta centímetros de altura y un peso aproximado de unos cincuenta kilogramos, pero provistos de una excelente condición física, siendo considerados verdaderos “pequeños atletas” (que a la postre es lo que viene a significar la palabra Jockey en sí misma), capaces de soportar un esfuerzo que implica una perfecta combinación de fuerza, flexibilidad, agilidad y movimientos coordinados, con una toma de decisiones a altas velocidades a los lomos de un caballo, en perfecta armonía con este, acoplando su silueta tensionada a las mismas crines del corcel haciendo de esta un equipo perfecto.

En pocas semanas el señor Hayes lograría perder ceca de seis kilogramos, llegando a dar, el día 4 de junio un peso en la báscula de unos cincuenta y nueve kilos.

Las apuestas no situaban a Sweet Kiss entre los favoritos de la prueba, llegándose a pagar una relación de 20 a 1 por su victoria, lo cual evidenciaba las pocas esperanzas de triunfo que aquel jinete con su yegua despertaba entre los aficionados. El favorito para esta prueba era un caballo de nombre Gimme, bajo el mando del jockey Clarence Kummer, que venía de hacer un segundo puesto en la celebrada hacía apenas quince días en Kentucky.

Y allí se situaron los contendientes para el inicio de la carrera, en la que aquel jockey sin apenas experiencia en carreras pero con un alto grado de conocimiento sobre el mundo ecuestre en su tarea formativa como entrenador, y quizás algo talludito, se disponía a dar lo mejor de sí mismo.

Desde el mismo inicio, el favorito, haciendo valer su condición, se colocó en una muy buena posición, seguido a una distancia de apenas dos cabezas, sorprendentemente de la novata Sweet Kiss, que en pocas vueltas, para asombro de los presentes llegó a colocarse en primer lugar, alternándose cada pocos metros el puesto de cabeza entre ambos, dejando constancia aquel jockey sénior, sin duda, de su saber hacer, en una simbiosis casi perfecta al galope de aquella yegua, situándose desde mitad de la prueba a dos cabezas por delante de distancia de su perseguidor, durante el resto del recorrido.

En el último tramo Sweet Kiss se desvió en su trazada llegando casi a colisionar con el hasta entonces favorito, invadiendo su trayectoria, que no cejaba en su pugna por alcanzarle, pero logrando rehacerse y recuperando esta, para acabar recorriendo los últimos metros en primera posición (como en la fotografía que adjunta la reseña), ganando la prueba, ante el júbilo y entusiasmo de los allí presentes.

Exhausto el jinete se quedó inmóvil encima de su caballo, en una postura en la que inclinado sobre su cuello, parecía querer ajustar o soltar el estribo de su pierna izquierda. La dueña de la yegua salió hacía ellos radiante de felicidad para felicitarles por la proeza que sin duda habían realizado, siendo acompañada por algunos jueces de pista para llevarlos al lugar de entrega y recogida de premios, cuando aquel jinete, se desplomó sobre el suelo, siendo atendido rápidamente por el doctor John Voorhees que certificaría allí mismo su defunción, probablemente como consecuencia de un ataque al corazón, en algún momento de la carrera, bien en aquel movimiento extraño que metros antes de enfilar el tramo final pareció salirse de la trazada o por el esfuerzo realizado durante esta o incluso de la misma emoción al llegar a la meta sabiéndose vencedor.

Sin saber qué decisión tomar al respecto, el Jockey Club determinaría días más tarde ratificar el triunfo de Frank Hayes a lomos de Sweet Kiss, ya que había finalizado la carrera en primer lugar subido en la silla, siendo el único en ganar una carrera después de la muerte.

De esta forma, un día como hoy, un 4 de junio, el señor Frank Hayes haciendo la carrera de su vida no pudo llegar a celebrar la victoria, una victoria que por el contrario sesenta y siete años después de esta, en noviembre de 1990 si que pudo celebrar otro entrenador, George Allen, en esta ocasión de fútbol americano, de los  Long Beach State 49ers, que imponiéndose al equipo de Nevada, al acabar el partido, el plantel de sus jugadores, llevados por el entusiasmo y para celebrarlo a la manera tradicional, que suelen realizar estos equipos, le vaciaron encima al entrenador el cubo de agua helada de Gatorade (los llamados baños de Gatorade del campeón), que aquel 17 de noviembre a sus setenta y dos años, acabarían por causarle una neumonía de la que fallecería cuarenta y cuatro días más tarde, el último día del año, el 31 de diciembre de 1990.

Así se muestra a veces de caprichoso el destino, dando muerte a quien hace la carrera de su vida, sin poder el triunfo celebrar y dejando celebrar una victoria a quien con ella muerte se le acaba por dar.

Ya lo dijo Mario Benedetti;

-“Después de todo la muerte es sólo un síntoma de que hubo vida”-.

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Qué pasó un 22 de julio

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Qué pasó un 22 de julio

José Luis Fortea

………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.

Bernard Thévenet

Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.

Qué pasó un 22 de julio

El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.

A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.

En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.

Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.

Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.

No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.

En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.

En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.

De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.

Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.

Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.

El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .

Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.

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