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’14 de junio … y entonces sucedió que …’, por José Luis Fortea
Publicado
hace 8 añosen
De
José Luis Fortea
……..en 1801, el domingo 14 de junio, hace por tanto doscientos dieciséis años de este suceso, fallecía en la ciudad inglesa de Londres, Benedict Arnold, a la edad de sesenta años, profundamente arrepentido de los hechos que había protagonizado casi veintiún años atrás, durante la guerra de independencia americana.
Benedict Arnold había nacido el 14 de enero de 1741 en la localidad de Norwich en Connecticut, una de las trece colonias inglesas de América del Norte, siendo el sexto hijo de los colonos Benedict Arnold III, que por aquellos días contaba con cincuenta y ocho años de edad y Hannah Waterman de treinta y tres, viuda de su primer marido, Absalom King y por tanto casada en segundas nupcias. De los seis hijos habidos en el matrimonio tan sólo dos llegarían a la edad adulta, Benedict y su hermana Hannah, al resultar fallecidos los otros cuatro como consecuencia directa de la enfermedad de la fiebre amarilla.
Procedente de una familia fuertemente arraigada en aquellas colonias americanas, en donde su abuelo paterno había sido gobernador de la colonia de Rhode Island, situada al norte de Connecticut y su abuela materna la descendiente directa de John Lothropp, un antepasado procedente desde las islas Británicas, fundador de la localidad de Barnstable en Massachusetts y que a lo largo de la historia llegaría a tener tres descendientes, de esta misma línea sucesoria, que acabarían siendo elegidos como presidentes de los Estados Unidos de América (Millard Fillmore el decimotercer presidente en 1850, Ulysses Grant el décimo octavo en 1869, y en 1933 el trigésimo segundo, Franklin Delano Roosevelt).
Cuando en 1756, estalla el conflicto entre Francia y Gran Bretaña por los dominios coloniales que ambas potencias poseen, en una guerra que posteriormente sería conocida como la de los siete años, Benedict Arnold, que en aquel tiempo cuenta con quince años de edad, decide alistarse y prestar su ayuda para acudir en defensa de sus posesiones contra el enemigo galo, bajo pabellón inglés, donde viviría uno de los combates, que sin duda marcarían el destino de este joven soldado colonial, la batalla del fuerte de William Henry, donde resultarían derrotados por los ejércitos franceses.
Con la rendición, el general francés Louis Montcalm permitió que las tropas inglesas y sus colonos abandonasen con sus armas aquella fortaleza a cambio de la cesión del mencionado fuerte. Al alejarse sin embargo, algunas de las tribus indias aliadas de los franceses como los Abenakis, los nipissing, odawas, kanawakes, mississaugas y ojibwas les atacaron por la retaguardia sin respetar los acuerdos firmados.
No tardaría mucho tiempo en aparecer las primeras tensiones entre la vieja metrópoli inglesa con estas colonias, y máxime, sobre todo, a raíz del conflicto suscitado por el denominado impuesto del té, en diciembre de 1773 y que dos años más tarde originaría los primeros roces y conflictos armados y como consecuencia de estos en una guerra abierta entre ambas, y que supondría la independencia de estas trece colonias y el nacimiento de una nueva nación, siendo ayudadas por quienes hasta entonces eran sus enemigos, los ejércitos franceses.
El 10 de mayo de 1775, en un avance vertiginoso y con un movimiento de estrategia que los mismos ingleses no esperaban, Benedict Arnold, ascendido a coronel siete días antes, tomaba el fuerte Ticonderoga, siéndole concedido por ello, el mando de los ejércitos que debían proteger la zona norte, en defensa y custodia del río Hudson frente al avance de las tropas inglesas.
Precisamente en la confluencia de este río, entre Boston y la zona conocida como los grandes lagos tuvo lugar en 1777 la importante batalla de Saratoga en donde los británicos creyendo hacer bueno el dicho de “divide y vencerás” (mal aplicado al hacerlo sobre sus propias huestes), dispersaron sus efectivos a lo largo de los casi mil doscientos kilómetros de aquellos terrenos en los que acabarían siendo derrotados, siendo ascendido por el valor y el mérito contraído a rango de general Benedict Arnold, quien resultaría, fruto de esta contienda, herido en un pie.
Conmemorando precisamente este triunfo, se erigió un curioso monumento en el que hoy en día puede observarse la composición de una bota militar descansando sobre un cañón y una hombrera, junto a una placa que recoge la siguiente inscripción;
-“En memoria de uno de los más brillantes soldados del ejército continental, herido en este lugar, ganando para sus compatriotas la decisiva batalla de la revolución americana y para sí mismo el rango de general”-.
El intencionado olvido en señalar con nombre y apellidos al susodicho brillante soldado herido en un pie y que llegaría a ser ascendido a general, en el que claramente se alude a este personaje, tiene su correspondiente y convincente explicación.
Como herido de guerra se le confirió la dirección del fuerte de West Point en Nueva York, lugar que acabaría siendo posteriormente la célebre academia militar, un punto clave y estratégico de defensa desde el que se controlaba todo acceso desde la costa hacía su interior.
Sería tres años más tarde, en 1780, cuando acusado por el congreso de los Estados Unidos por un presunto delito de corrupción, del que finalmente saldría libre de cargos, este decidiera “cambiar de bando”, para lo cual, contactó con el general británico Henry Clinton, al que había derrotado en Saratoga, ofreciéndole a cambio de una cierta cantidad de dinero la cesión del fuerte de West Point, desde el que podría dividir los territorios de la nueva nación.
La conspiración fue detectada al ser apresado John André, el mensajero que hacía de correo entre ambos oficiales conspiradores, siéndole descubierta en una de sus botas los documentos que atestiguaban la traición, y por el que sería acusado de espionaje y condenado a morir en la horca el 2 de octubre de 1780.
Cuando el general George Washington se disponía a apresar a Benedict Arnold, este se había refugiado en una corbeta británica, la Vulture (que podría bien traducirse por “Buitre”), que partiría desde allí hacia las islas británicas, donde acabaría instalándose con su familia en la ciudad de Londres en 1796, y pasaría el resto de sus días, para unos, menospreciado, siendo considerado un traidor y para otros, nunca uno de los suyos, de hecho, en la puerta de su casa londinense hay una placa conmemorativa que le recuerda, con la inscripción gráfica que acompaña a esta reseña, como un “patriota estadounidense”.
Ya lo dice un proverbio chino, -“es más fácil evitar el ataque de una lanza que un puñal oculto”-
Y el mismo Julio César, que acabaría siendo asesinado, curiosamente, traicionado, -señalara aquello de; -“Amo la traición, pero odio al traidor”-.
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José Luis Fortea
………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.
Bernard Thévenet
Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.
Qué pasó un 22 de julio
El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.
A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.
En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.
Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.
Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.
No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.
En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.
En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.
De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.
Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.
Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.
El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .
Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.
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