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’16 de julio… y entonces sucedió que…’, por José Luis Fortea

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forteaJosé Luis Fortea

……..el domingo 16 de julio, de hace hoy sesenta y siete años, iba a disputarse el partido que ponía punto y final al campeonato mundial de fútbol, el cuarto organizado, entre la selección anfitriona y gran favorita, Brasil, y la que parecía ser una convidada de piedra, la selección celeste de Uruguay, a la que daban por perdido el encuentro antes incluso de disputarlo.

Y no era difícil pensar aquello de un equipo de fútbol como la selección brasileña que dirigida por Flavio Costa y llevada en volandas por su público, en los dos primeros partidos de aquella fase final, con un vistoso fútbol de ataque había sumado la nada desdeñable cifra de trece goles a favor (seis a Suecia y siete a España, la de Telmo Zarra, Piru Gaínza, Puchades y Juncosa), recibiendo únicamente dos.

Por contra, la celeste entrenada por Juan López Fontana había llegado con algo más de padecimiento de lo esperado, y aunque en su partido inaugural frente a la selección de Bolivia se había impuesto con un rotundo ocho a cero, en la siguiente fase no pudo pasar de un empate a dos goles frente a la selección española y contra Suecia, lograr imponerse en el tiempo de descuento por tres goles a dos, accediendo al partido final con la sensación de que la caranihna, mucho más poderosa, pasaría por encima de ellos sin demasiado esfuerzo y máxime cuando a aquella un simple empate le bastaba para alzarse con el título.

El día anterior, el sábado 15 de julio, todo estaba dispuesto para aquella celebración. Medallas conmemorativas, cerca de medio millón de camisetas impresas para festejar la ocasión e incluso un reloj de oro, para cada jugador, que llevaba grabada la leyenda “Campeón del Mundo”. Algún medio gráfico publicaba en su portada la foto de aquella selección en la que se podía leer, -“estos son los campeones del mundo”-.

El domingo 16 de julio de 1950, a las tres de la tarde, en la ciudad de Río de Janeiro en el estadio de “Maracaná”, en plena festividad de los carnavales cariocas y con la presencia de cerca de doscientos mil espectadores, se celebra el partido final del campeonato en un ambiente absolutamente victorioso de aquellos fieles “brasileiros”, que incluso durante la misma mañana ya habían podido leer, en algunos periódicos de la nación, titulares como, “Brasil, campeão do mundo de futebol 1950”.

Antes de salir al terreno de juego, el entrenador charrúa les advierte a sus chicos de realizar un partido defensivo para evitar ser goleados dando las consignas pertinentes.

-“Defended muchachos, defended, juntitos atrás; ojo al gol, gambeteemos lo justito, cortita al pie y si no vemos opción clara, tiramos la pelota al óbol (echarla fuera)”-.

Sin embargo, cuando este sale del vestuario camino del banquillo, el capitán Obdulio Varela, a quien llaman “el negro jefe”, en el túnel de acceso al campo, ante aquel ruido ensordecedor que se profería, desde las nutridas y saturadas graderías, les predica todo lo contrario, –“si hacemos lo que dice Juancito acabaremos goleados, como ya le pasó a los suecos y españoles”. No miren para arriba, el partido se juega en el piso, y abajo en la cancha seremos once contra once. Ahí están esperando que salgamos para gritarnos, hagámoslo a la vez que ellos y recibamos pues también sus aplausos”-.

Y así lo hicieron, esperando coincidir con aquellos en la salida al campo, pisaron el “césped” a la vez que los anfitriones, recibiendo en lugar del sonoro y estruendoso abucheo de rigor previsto, la ovación que aquella entregada afición brindaba a sus héroes, que para aquella ocasión aparecían uniformados completamente de blanco, mientras que la selección uruguaya, lucía su tradicional camiseta azul celeste con pantalón y medias negras.

Al finalizar el primer tiempo Brasil no había podido hacerle ningún gol a la selección uruguaya, pero tras el descanso, a los dos minutos de reiniciarse el partido, en el 47, Albino Friaça, jugador del Vasco Da Gama, para delirio de los allí presentes y los cerca de cincuenta millones de brasileños, hacía el primer gol del partido. En el 66, el habilidoso delantero menudo, con su metro y sesenta y nueve centímetros de altura y  con el dorsal número 7, Alcides Ghiggia, amagando un disparo a puerta, dejaba en bandeja el gol del empate a su compañero Juan Alberto Schiaffino.

Aquel inesperado empate seguía dando el campeonato a Brasil. El presidente de la FIFA, el francés Jules Rimet, se fue hacia los vestuarios para escribir unas líneas de felicitación para los gloriosos campeones, que incluía algunas frases en portugués.

Y entonces, sucedió que aquel día 16 de julio, en el minuto 79 del partido (que suma dieciséis) el extremo uruguayo Ghiggia enmudecía a todo un país marcando el gol que le daba la victoria momentáneamente.

Cuando dieciséis minutos más tarde, Jules Rimet regresa de las casetas para hacer entrega al campeón de su trofeo, en lo que se suponía iba a ser una auténtica fiesta del fútbol, se encuentra con un estadio en el que sus gradas habían quedado en el más absoluto silencio desolador, con el trofeo en sus brazos y sin saber siquiera qué hacer, entregándole la estatuilla de oro, casi a escondidas, al capitán Obdulio Varela y retirándose sin atreverse a dedicarle ni una sola palabra de felicitación, de una gesta deportiva, que acabaría siendo conocida como “El Maracanazo”.

Aquel sería el último partido oficial en el que la selección brasileña vestiría uniformada totalmente de blanco.

Sesenta y un años más tarde, el 16 de julio de 2011, Uruguay volvería a eliminar a la entonces anfitriona de la copa América en los cuartos de final, la selección Argentina, en el estadio Brigadier General Estanislao López Santa Fe, recinto perteneciente al Club Atlético Colón de la ciudad argentina de Santa Fe, conocido como el Cementerio de los Elefantes al ser este un campo en el que caen los clubs considerados grandes, en un partido que al término del mismo presentaba un empate a un gol, imponiéndose en la tanta de penaltis, por cinco goles a cuatro, la selección uruguaya.

Esa misma jornada, del día 16 de julio de 2011, de nuevo la selección brasileña sufrió unan tremenda decepción al caer eliminada, también en los penaltis, sin ser capaz de anotar ni uno solo de los lanzados, contra la selección de Paraguay, transformando la selección guaraní tan sólo dos, pero suficientes para acceder a la semifinal, en un partido que la enfrentaría contra Venezuela. En el siguiente enlace podemos ver estos desastrosos lanzamientos de Brasil de aquel 16 de julio de 2011; https://youtu.be/cKuQ_cmnRbg.

En la final, de aquella Copa América, celebrada entre las selecciones de Uruguay contra Paraguay, se acabarían imponiendo los charrúas por tres goles a cero.

El 16 de julio de 2015, cumpliéndose el sexagésimo quinto aniversario del Maracanazo aquel menudo y rápido extremo derecho, Alcides Ghiggia fallecía en Montevideo a la edad de ochenta y ocho años (88, que fatalidad del destino suman de nuevo dieciséis).

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Qué pasó un 22 de julio

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Qué pasó un 22 de julio

José Luis Fortea

………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.

Bernard Thévenet

Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.

Qué pasó un 22 de julio

El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.

A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.

En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.

Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.

Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.

No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.

En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.

En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.

De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.

Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.

Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.

El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .

Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.

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