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Miguel Ángel Blanco: La crónica del horror
Publicado
hace 2 añosen


José Luis Fortea
El jueves 10 de julio de 1997, un día como hoy de hace veintiséis años, Miguel Ángel Blanco Garrido, un joven de 29 años, cumplidos desde el pasado día 13 del mes de mayo, se dirigía, metódicamente, como todas las mañanas, desde su casa en la calle Iparraguirre de la localidad vizcaína de Ermua hasta la ciudad de Eibar, a escasos cinco minutos en tren, perteneciente esta ya a la provincia de Guipúzcoa, donde desde hace seis meses había encontrado trabajo de lo suyo, en el departamento de contabilidad de la empresa “Eman Consulting”, ubicada en la calle de Julián Etxeberria de la localidad armera, sintiéndose más realizado que ayudando a su padre en aquellos duros quehaceres de albañilería.
Miguel Ángel Blanco
El día había salido nublado, con sus habituales cambios climáticos típicos de este mes de julio en aquel valle a orillas del río Ego, con esos frescos 17 ºC por la mañana en los que tan pronto amenaza lluvia como que rápidamente sale un sol abrasador, de los llamados de justicia. Se siente feliz, durante la tarde del día de ayer, en la asesoría le habían dado permiso para tomarse la tarde libre y así poder acudir a un concesionario y hacer entrega de una señal para comprarse un coche nuevo, pudiendo “jubilar” el viejo Kadett.
Aquel jueves, después de la jornada laboral matutina regresa a Ermua, de nuevo en tren, ordenando sus pensamientos, en aquellos escasos cinco minutos de trayecto, de la línea de cercanías “1T”, acercándose, antes de ir a casa, directamente desde la estación al ayuntamiento, en un tramo de apenas 170 metros, lugar donde trabaja como concejal por el Partido Popular, desde las elecciones municipales celebradas el 28 de mayo de hace ya dos años, en las que aquellos 1839 votos obtenidos por su partido le habían permitido adquirir su acta de edil, justo el mismo año que se había afiliado, con el número 3.322 (que, fatalidad del destino, sumaban 10).
Del ayuntamiento, por la calle Izelaieta, a casa, a comer con sus padres, Miguel y Chelo, y de allí, sin apenas casi tiempo, a la Avenida de Guipúzcoa nº 2, al andén de la terminal de trenes para coger el tranvía, tan puntual como siempre, a la misma hora, a las 15.25 y de nuevo a la consultoría, en el que sin ser consciente de ello, sería el último viaje que haría.
El secuestro de Miguel Ángel Blanco
A las 15.30 horas en el apeadero de la estación de Ardanza de Eibar le aborda Irantzu Gallastegui Sodupe, “Amaia”, quien de alguna forma logra convencerlo, posiblemente amenazándolo a punta de pistola, para que la acompañe hasta un vehículo de color oscuro, estacionado en la misma calle de la estación, a pocos metros de allí, donde les aguardan José Luis Geresta Mujika, “Oker”, y Francisco Javier García Gaztelu, alias “Txapote”, todos ellos miembros integrantes del “comando Donosti” perteneciente a la banda terrorista ETA, llevándoselo de allí.
El secuestro, según avancen las investigaciones, se sabrá que había sido preparado para la tarde del día anterior, del miércoles 9 de julio, precisamente la que Miguel Ángel se había tomado libre. En llamada telefónica de los secuestradores a la emisora Egin Irratia, sobre las seis y media de la tarde, exigirán del gobierno de José María Aznar López la reorganización y aproximación de todos los presos de la citada organización terrorista a las cárceles vascas en un plazo máximo de 48 horas, para proceder de esta forma a la liberación del concejal, bajo amenaza de acabar con su vida en caso de no satisfacer dicha demanda.
Ortega Lara
Apenas diez días antes, durante la noche del 30 de junio y la madrugada del día 1 de julio de 1997, tras permanecer 532 días secuestrado era liberado por la Guardia Civil de su cautiverio, en un zulo de apenas tres metros de largo, por dos y medio de ancho y un escaso metro y ochenta centímetros de alto, ubicado en el interior de una nave industrial de la cooperativa Jalgi, en la localidad Guipuzcuana de Mondragón, el funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara, de treinta y siete años, en una imagen, al momento de ser rescatado, de un hombre depauperado y demacrado, con veintitrés kilos menos y una barba de diecisiete meses, propia más de quien ha sufrido un naufragio, que llegaría incluso a rogar, a aquellos agentes de la Benemérita y al juez Baltasar Garzón Real, titular del juzgado número 5 de la Audiencia Nacional, encargado del asunto, que lo matasen, no siendo consciente en aquel instante que lo estaban liberando de un cautiverio infernal que todavía permanecía grabado en la retina, no sólo de la sociedad española, sino de toda la comunidad internacional.
Desde el momento en darse a conocer a la opinión pública el secuestro de Miguel Ángel Blanco, las muestras de apoyo y manifestaciones fueron constantes. El alcalde de Ermua, el socialista Carlos Totorika Izagirre, moviliza a sus vecinos, en una especie de asamblea popular, en la misma plaza del ayuntamiento, con una respuesta como nunca se había visto antes.
Desde Madrid, sin pretender aparentar ser desafiantes, se deja claro que el gobierno presidido por Aznar, en boca de su ministro del interior Jaime Mayor Oreja, no va a proceder a negociar ni ceder ante lo que consideran el chantaje de la citada banda terrorista, con el argumento de que “con ETA no se negocia”.
El asesinato de ETA
Dos días después, el sábado 12 de julio llevado en el maletero de un coche a la localidad de Lasarte, en aquel campo de Azokaba, maniatado y de rodillas recibe dos disparos por detrás, por la nuca, de su ejecutor, García Gaztelu, Txapote, dejándolo allí, abandonado, creyéndolo muerto. Posteriormente, dos hombres que paseaban por aquellos parajes lo encontrarán, aún con vida, dando el aviso, siendo trasladado a la Residencia Sanitaria de Nuestra Señora de Aranzazu en San Sebastián, sin poder hacer nada por su salvar su vida, falleciendo a las cinco de la tarde del día 13 de julio de 1997.
El espíritu de Ermua
Conocido el fatal desenlace la repulsa fue [E]nérgica, [R]esolutiva, [M]ayoritaria, [U]nánime y [A]plastante, dando lugar a lo que se vino a denominar como “el Espíritu de Ermua”, que al fin y a la postre es lo que configuran las letras que encabezan estos calificativos y que bien podrían servir para nombrar a esta valiente localidad vizcaína, de [E] [R] [M] [U] [A].
Hoy más que nunca sirva este nuestro recuerdo por Miguel Ángel Blanco Garrido y todas aquellas víctimas que sufrieron igual destino, por su memoria, por sus vidas, por los proyectos e ilusiones que no pudieron cumplir, por las vidas rotas de quienes les quisieron, amaron y conocieron, por sus familiares y amigos, por todos ellos y por todos y cada uno de nosotros.
En el siguiente enlace, en 0:58, imágenes de lo entonces sucedido https://youtu.be/FXA7ysASUnA.
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………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.
Bernard Thévenet
Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.
Qué pasó un 22 de julio
El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.
A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.
En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.
Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.
Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.
No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.
En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.
En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.
De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.
Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.
Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.
El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .
Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.
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