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’12 de abril … y entonces sucedió que …’, por José Luis Fortea

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………en 1555, fallece Juana de Trastámara, Juana I de Castilla, “La Loca” a los setenta y cinco años de edad, en Tordesillas, en la provincia de Valladolid, donde ha permanecido confinada por orden de su padre, los últimos cuarenta y seis años, desde 1509, en el Palacio Real, ubicado este entre la antigua iglesia de San Antolín y el Real Monasterio de Santa Clara, donde antes de partir hacia Granada reposaron los restos de Felipe, el “Hermoso”.

Tercera hija de los reyes católicos, es la madre de Carlos I, futuro emperador y rey de España y la abuela de Felipe II, nacida un 6 de noviembre de 1479, el mismo año en el que su padre, desde el mes de enero, había sido nombrado rey de Aragón, y a la que pusieron este nombre en honor de la madre del rey aragonés, de su abuela doña Juana Enríquez, quien hiciera en su día todas las gestiones necesarias para facilitar la celebración del matrimonio entre su vástago, Fernando de 16 años e Isabel de Castilla de 17, si bien no llegaría a poder ver esta ceremonia ya que fallecería un año antes de dicho casamiento.

Físicamente además, comentaba la reina Isabel sobre su hija y la que fuera madre de su marido, eran muy parecidas, ambas muy bellas, de rostro ovalado, con la frente muy despejada, de cabello color castaño claro y grandes ojos rasgados.

Inteligente y despierta, con siete años comienza a ser instruida, por deseo explícito de su madre, la reina, por el magisterio de doña Beatriz Galindo, a la que llaman la “Latina”, para aprender la lengua que por aquellas fechas venía siendo la utilizada por la diplomacia de las casas europeas, el latín, recibiendo de esta forma toda la familia real y muy especialmente las hijas de los reyes católicos, Isabel, Juana, María y Catalina, una cuidadosa, exquisita y distinguida educación.

En una más que hábil política matrimonial, llevada a cabo por los católicos, sellaron un doble compromiso entre su primogénito, el príncipe don Juan y doña Margarita de Austria, hija del emperador Maximiliano y su mujer doña María de Borgoña, y por otra parte, el de Juana con el otro hijo del emperador, por aquellos tiempos ya rey de Flandes, Felipe de Habsburgo.

Era este Felipe de Habsburgo a sus dieciocho años de edad, dos años mayor que la princesa Juana, un príncipe de una gran presencia y prestancia física, de complexión atlética, más bien alto, de cabellos largos y rubios, con los ojos azules y que gozaba de una muy buena salud siendo además un joven muy activo que gustaba de practicar diversos juegos y deportes tradicionales de la época, poseedor además de una gran inteligencia, y al que por todo ello, era conocido como “El Hermoso”.

Al estar el rey Fernando en guerra con el de Francia, Carlos VIII, se programó un viaje por mar, lo más alejado posible de la costa francesa, partiendo desde el puerto de Laredo hasta el de Flandes. Hasta el puerto cántabro se desplazó toda la familia para despedirla, el 20 de agosto de 1496, junto a la reina estaban el príncipe de Asturias, que celebrará la suya en abril del año próximo en la Catedral de Burgos, y sus hermanas Isabel, María y Catalina con una comitiva que contaba con más de setenta damas, distribuidos en cien navíos dispuestos al efecto y una tripulación de 4500 personas y cerca de dos mil soldados de escolta para proteger todo este cortejo.

Mal presagio debieron pensar los viajeros a bordo de aquellos barcos durante la travesía al verse sorprendidos por una tormenta que obligó a la comitiva a tener que resguardarse en la isla inglesa de Portland, a los once días de su partida y en la que consecuencia del temporal desatado, acabarían por hundirse varias embarcaciones, entre las que se encontraba aquella que transportaba el ajuar y la dote de doña Juana.

Cuando se produce el encuentro de estos, que no se habían visto hasta entonces, cuentan los allí presentes que la atracción física que sintieron ambos fue inmediata, adelantándose incluso la fecha prevista para el enlace que acabaría por celebrarse el día 20 de octubre, fruto del cual nacerán, en los casi diez años que durará este, seis hijos, cuatro féminas y dos varones, el segundo de ellos el futuro emperador.

Obviamente la vida en Flandes no era como la de Valladolid. Su clima y su lengua diferente, sus costumbres, el hecho de tener que permanecer largos periodos de tiempo aislada, sin su séquito, al que Felipe había ordenado regresar a Castilla y alejada de su madre y de su familia, apartada en aquel entorno, en ocasiones no ayudaron mucho a una aclimatación ni a una adaptación de aquella joven de dieciséis años a aquel lugar por muy enamorada que esta estuviera.

Los frecuentes devaneos y galanteos del “Hermoso” con el sexo femenino, acabaron alimentando unos celos compulsivos y enfermizos que acabarían por provocar en Juana un estado de desasosiego y desazón permanente, llegando incluso a transformar y agriar su carácter y temperamento, protagonizando unas escenas que contribuyeron a difundir aún más el rumor sobre el padecimiento de “una enfermedad”, y con ello su presunta incapacidad para dirigir los designios de Castilla.

Felipe era un gran mujeriego y sus infidelidades conocidas por toda la corte, incluso fuera de Flandes y ya instalados en Castilla, llegó incluso a acuñar una de las expresiones más célebres que han pasado a la posterioridad, consecuencia de estos escarceos amorosos y sus encuentros, al diseñar este una torre, a modo de pequeño observatorio astronómico, de una ciencia de la que era un vivo entusiasta y que aprovechando el poco interés que aquel asunto despertaba en doña Juana, el espabilado sujeto, al acudir acompañado de alguna dama para mostrarle, desde arriba en el torreón, las principales localidades del reino, le advertía a los guardias allí posicionados de no desear ser molestado mientras le mostraba a la acompañante de turno, alguna demarcación de sus dominios, y probablemente llegada la frase a ser repetitiva y siendo el mensaje mayormente sutil, acabar por simplificarse este y simplemente desear no ser incordiado y aquello de  -“Subo a la torre con esta dama que la voy a poner mirando para Cuenca”- extendiéndose posteriormente dicha expresión posiblemente al ser utilizada por los centinelas en los lupanares y burdeles de Castilla, buscando amantes para poner, como “su señor diría en aquesta posición”.

Pasados casi nueve años de matrimonio, el 26 de noviembre de 1504 fallece Isabel “la católica”, en el palacio Real Testamentario, de Medina del Campo, en Valladolid, disponiendo en su testamento, que fuera su hija Juana, la reina de Castilla, pero haciendo constar que;

“…cuando la princesa, mi hija, no estuviere presente en estos reinos o estando en ellos no quisiere o no pudiere entender en la gobernación de ellos, el rey Fernando, mi señor, sea quien rija, administre y gobierne los dichos mis reinos y señoríos por la dicha princesa…”.

Las maniobras de un más que ambicioso Felipe no se hicieron esperar y en 1505 mediante la “Concordia de Salamanca” que disponía para Castilla, una regencia tripartita, entre el matrimonio de Juana y Felipe junto al Católico don Fernando y al año siguiente, el 27 de junio de 1506, con un nuevo pacto, el de la “Concordia de Villafáfila”,  en el que se declaraba, bajo supuesta enajenación mental, la incapacidad de gobernar de Juana, siendo reconocido como rey, con el título de Felipe I de Castilla renunciando Fernando el católico a gobernar allí, aunque las Cortes reunidas en Valladolid se negaron a declarar la incapacidad de la reina Juana.

Apenas tres meses le duraría el reinado a este personaje henchido de codicia, quien encontrándose en el palacio de los Condestables de Castilla, en el casco histórico de Burgos, lugar también conocido como “la casa del cordón” y tras participar en un juego tradicional de pelota, al finalizar este, encontrándose sudoroso, tras ingerir abundante agua fresca, empezó a  encontrarse indispuesto presentando fiebre alta, con claros síntomas de lo que parecía posteriormente ser una neumonía, que acabaría por complicarse, falleciendo a consecuencia de esta el 25 de septiembre de 1506, cuando contaba entonces con veintiocho años de edad.

Es entonces cuando se observan toda una serie de actitudes y comportamientos de una Juana que acabará por adjudicarse definitivamente este apelativo de “loca”, recorriendo en un viaje realizado únicamente por las noches, por las provincias de Burgos y de Palencia con el cuerpo inerte y embalsamado de su esposo y que a pesar de ello, seguirá sintiendo aquellos celos y vislumbrando rivales entre las mujeres y damas de la corte, no siendo capaz de sobrellevar siquiera que se encuentren cerca de los restos de aquel cadáver que pasará más de un año insepulto y que hasta su descanso definitivo en la ciudad de Granada (donde en su testamento eligió Felipe como lugar para su descanso eterno) no será hasta mediados del mes de febrero casi tres años después, en 1509.

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Qué pasó un 22 de julio

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Qué pasó un 22 de julio

José Luis Fortea

………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.

Bernard Thévenet

Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.

Qué pasó un 22 de julio

El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.

A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.

En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.

Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.

Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.

No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.

En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.

En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.

De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.

Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.

Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.

El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .

Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.

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