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’20 de agosto… y entonces sucedió que…’, por José Luis Fortea
Publicado
hace 8 añosen
José Luis Fortea
………………………….el neoyorkino Philip Zimbardo, catedrático de “psicología social” de la Universidad de Stanford, en la localidad californiana de Palo Alto, durante la primavera de 1971 había recibido confirmación sobre la concesión de una beca, otorgada por la Oficina de Investigación Naval, perteneciente al Departamento de la Armada de los Estados Unidos, que le permitía llevar a cabo un “estudio conductual”, para tratar de averiguar las causas de los numerosos conflictos que se venían produciendo, cada vez con mayor asiduidad, en sus prisiones militares.
El proyecto, conocido como el experimento de Stanford con una duración prevista inicialmente, de unas dos semanas, contaría con la presencia de jóvenes voluntarios, reclutados a través de la publicación de un anuncio en los periódicos de la localidad solicitando su participación. El anuncio decía así;
-“Universidad masculina solicita jóvenes voluntarios para un estudio psicológico sobre la vida en prisión, con una remuneración de quince dólares diarios y entre una y dos semanas de duración, para dar comienzo el día 14 de agosto”-.
Los sótanos de la propia Universidad fueron acondicionados para que simularan ser unos perfectos calabozos, a los que no les faltase ningún tipo de detalle, configurando desde esos momentos y durante los próximos quince días, lo que sería la “Prisión de Stanford”.
Contestaron al anuncio setenta y seis jóvenes candidatos, siendo seleccionados, tras la realización de una serie de pruebas previas pertinentes, veinticuatro universitarios, que finalmente quedaron englobados en dos equipos, el de guardianes y de presos, con nueve integrantes en cada uno, dejando a seis de aquellos “de reserva”. La formación de ambos grupos fue realizada basándose estrictamente en un proceso aleatorio, al azar. El profesor Zimbardo haría la función del superintendente de la citada “prisión”, y un asistente suyo, sería el alcaide de esta.
Con este experimento se trataba de averiguar si cualquier persona a la que se le diera una serie de instrucciones, estando expuesta a una situación límite, era capaz de traspasar el estrecho margen que separa el bien del mal, tratando con ello de dar respuestas sobre el origen psicológico del mismo proceso del mal, y su verdadera naturaleza, si este representa una tara o un defecto de la conducta o si por el contrario podría ser considerado más como una disfunción adquirida, es decir, si se nace con la capacidad de poder producirlo o si por el contrario, personas pacificas y no violentas investidos de poder pueden llegar a desarrollar instintos crueles, apartándose de lo lícito y lo considerado como honesto.
Una vez configurados los dos grupos, se les asignó sus vestimentas, de modo que se ajustasen lo más posible y con objetividad a la realidad. Los guardias, que en turnos de dos grupos podrían marcharse a casa durante las horas de descanso, fueron uniformados con indumentarias estilo militar, incluyendo el material propio de los cuerpos encargados de las tareas de vigilancia (mazas y grilletes), llevando siempre, por indicación del profesor Zimbardo, los ojos ocultos tras unas gafas tipo espejo, evitando de esta forma el contacto visual directo con los miembros que configuraban el otro grupo, como parte de un proceso de deshumanización del experimento que facilitase en la medida de lo posible al máximo el distanciamiento con aquellos.
Las instrucciones para este primer grupo fueron claras y concisas, disponiendo de un amplio margen de actuación, procediendo de la manera que estimasen oportuna para “mantener el orden” en la prisión, teniendo únicamente prohibido ejercer para ello la violencia física.
El grupo de los prisioneros, por razones obvias, no podían marcharse a casa durante las horas de descanso, teniendo que permanecer en aquel recinto habilitado el tiempo íntegro que durase el experimento. Se les facilitó unas túnicas de muselina (un tipo de tejido de algodón muy fino y poco tupido) sin ropa interior, y unas sandalias con tacón de goma como calzado, con la finalidad de aumentar su incomodidad y falta de confort e incrementar con ello su desorientación. Una vez comenzase el mismo, dejarían de ser llamados por sus nombres, utilizando para su designación un número.
El sábado 14 de agosto, la policía de Palo Alto, se personó en casa de cada uno de los asignados al grupo de los prisioneros, procediendo de la misma manera como si de un arresto real se tratara, ante la sorpresa generalizada de familiares, amigos, vecinos y los propios sujetos participantes del experimento que habían recibido la indicación de permanecer en sus casas hasta dar comienzo el experimento, sin mayor concreción.
Se les tomo las huellas, se les realizó la consiguiente ficha policial, y trasladados a la “prisión” fueron despojados de sus atavíos, explorados, desparasitados y provistos de su nueva identificación.
Tras una primera jornada sin grandes sobresaltos, salvo los de la novedad y sorpresa propia que la misma prueba conllevaba, con una aparente y relativa calma, durante el desarrollo del domingo día 15, a las 36 horas del inicio de este ensayo, comenzaron ya los primeros conflictos, al negarse los “presos” a cumplir las exigencias de los guardias y seguir siendo llamados por un número, arrancándolos de sus atavíos y provocando un verdadero amotinamiento, llegando a colocar los camastros como obstáculos para que aquellos no pudieran acceder al interior de aquellas celdas.
Para reprimir este alboroto, los guardias les despojaron de sus ropas, encadenando al que consideraron principal agitador, vaciando sobre aquellos el contenido de varios extintores y llegando a crear una espiral de violencia que desde aquel mismo instante y para sorpresa del propio Zimbardo, no dejaría de intensificarse y aumentar. El preso 8612, sufrió una crisis de ansiedad, pero los guardianes lejos de bajar la intensidad de su represión fueron incrementando esta, desarrollando cada jornada episodios más sádicos, sobre todo durante la noche, cuando creían que las cámaras no grababan lo que allí sucedía. Uno de los guardias, llegaría a desplegar tal grado de sadismo que por su manera de actuar y comportarse a partir del tercer día ya era conocido con el sobrenombre del “John Wayne” del presidio.
Durante el desarrollo del sexto día, del 20 de agosto, como hoy hace cuarenta y seis años, la profesora de psicología Christina Maslach de la Universidad de Berkeley (actualmente la esposa del profesor Zimbardo) de visita para realizar unas entrevistas tanto al grupo de presos como el de los guardianes, y ante la situación con la que se encontró, que incluía trastornos y desórdenes emocionales muy graves de varios de los participantes, solicitó se pusiera fin a aquel experimento.
Ninguno de los participantes abandonó la prueba, renunciando a la remuneración acordada (que al cambio a día de hoy vendrían a ser unos 90 euros), asumiendo cada uno, curiosamente su rol asignado.
La conclusión final fue determinar la aparición de la llamada “maldad creada por la situación”, y es que, ya lo decía, Franz Kafka con su frase, -“No dejes que el mal te confunda y creas que puedes tener secretos para él”-.
Y en la misma dirección, Rousseau señalaba que; -“No hacer el bien es un mal muy grande”-.
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José Luis Fortea
………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.
Bernard Thévenet
Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.
Qué pasó un 22 de julio
El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.
A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.
En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.
Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.
Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.
No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.
En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.
En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.
De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.
Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.
Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.
El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .
Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.
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