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’24 de julio … y entonces sucedió que …’, por José Luis Fortea
Publicado
hace 8 añosen
De
José Luis Fortea
…………el tren Alvia 04155, procedente de Madrid-Chamartín con 218 pasajeros a bordo y con destino final en la ciudad gallega de Ferrol, sufría un descarrilamiento a unos tres kilómetros de la estación de Santiago, a la altura del barrio compostelano de Angrois, en la llamada curva de “A Grandeira”, el miércoles 24 de julio de 2013, a las 20.40 horas, con un trágico balance final de setenta y nueve fallecidos y cerca de ciento cuarenta y siete heridos.
La noticia de aquel día debería haber continuado siendo el triunfo de Chris Froome en el tour de Francia, logrado justo en la jornada anterior, o del que ya iba convirtiéndose en el “culebrón deportivo del verano” sobre si finalmente Florentino Pérez lograría fichar para el Real Madrid a la entonces estrella del Tottenham, el galés Gareth Bale o del comienzo inminente de las fiestas de la ciudad de Santiago y no de aquel triste e impactante suceso que conmocionaba el verano de hace hoy ya cuatro años.
El mencionado modelo Alvia 730 siniestrado se trataba de un tren híbrido de motor eléctrico y diesel, con una velocidad máxima autorizada de 240 Km/h (excepto para la línea aquella del AVE Ourense-Santiago, establecida en 220 Km/h), con un coste aproximado, para cada convoy, de unos veinte millones de euros, que venía provisto de una adaptación de ajuste automático, que le permitía adecuarse a los diferentes anchos de vía existentes en los trazados ferroviarios españoles, estando operativo desde hacía trece meses cubriendo las líneas de Madrid-Galicia y Alicante-Galicia.
En aquella línea, todavía no estaba activado en todo su recorrido el llamado sistema de seguridad ERTMS (European Rail Traffic Management System) o “sistema europeo de gestión del tráfico ferroviario”, un moderno y avanzado procedimiento de control sobre los comandos de la cabina del conductor, a modo de piloto automático, que a partir de las señales existentes en un recorrido determinado, mediante indicadores acústicos y luminosos advierte a su conductor, en una comparativa, de la velocidad real del convoy con la máxima autorizada en el correspondiente tramo, para que sea este quien proceda a realizar el consiguiente reajuste entre ambas, en el caso de ser estas discrepantes, llegándose, si no es realizada operación alguna de readaptación de la velocidad, a ser corregida esta de manera automática a través de un ordenador ubicado en cabina, que podría en caso de necesidad o de algún contratiempo urgente, como sucede con el sistema de hombre muerto en cabina al producirse un mareo o desmayo del conductor, detener incluso el mismo tren.
El susodicho sistema quedaba automáticamente accionado a los tres kilómetros del inicio de aquel trayecto, manteniéndose activo durante los primeros ochenta kilómetros de su recorrido, hasta llegar a unos trescientos metros de la aludida curva, lugar del fatídico desenlace, a la salida de un túnel, en donde se pone en funcionamiento el antiguo sistema ASFA, “Anuncio de Señales y Frenado Automático”, que únicamente procede a la detención de este, cuando se detecta cualquier anomalía superada una velocidad de 200 kms/h, no existiendo por tanto esas “ayudas” que facilitan el manejo durante cerca de siete kilómetros, del 80 al 87, pasando la conducción de ser automática a “manual”.
El conductor Francisco José Garzón Amo, en aquel momento en el que el sistema cambia de semiautomático a manual recibe una llamada telefónica del interventor de ruta (popularmente conocido como revisor) del Alvia, Antonio Martín Marugán, con el objetivo de solicitar del maquinista la parada en buena vía, con un buen andén, para facilitar de esta manera el descenso de una familia con niños al llegar a la estación de “Pontedeume”, en A Coruña, ubicada a quince kilómetros del destino final.
Esta llamada, que en un principio no fue desvelada ni por el interventor ni por el propio maquinista, fue realizada en un punto “crítico”, dos minutos antes del descarrilamiento, a las 20.39, prolongándose la misma durante cerca de cien segundos, considerados “eternos” a juicio de los miembros de la Comisión de Investigación de Accidentes Ferroviarios, CIAF, que llegará a estimar la comunicación excesiva y reiterativa, y que si bien no se encuentra taxativamente prohibida, podría bien haberse evitado, y haber sido realizada “únicamente por razones justificadas de emergencia”.
Y entonces sucedió que aquel tren, mientras maquinista e interventor continuaban hablando, tomando impulso, llegaría a alcanzar una velocidad de 195 km/h, y que al finalizar la misma, el conductor desorientado, ve como le viene encima aquella curva en la que tiene establecido un límite de velocidad de 80 km/h, impactando contra el muro de esta.
En comunicación desde el mismo momento del accidente entre el puesto de mando con el conductor en la cabina siniestrada, este llegaría a señalar;
-“me despisté, tenía que pasar a 80 y pasé a 190… ¡¡ay Dios mío, pobre gente!!… somos humanos…por Dios…esto no puede ser…ya se avisó que podía pasar y me ha sucedido….me cago en diez…mi conciencia….pobres viajeros…no puedo moverme…. no puedo abrir la puerta, y bajar a ayudar, mi espalda….por Dios!!! ojalá no haya ningún muerto…. “-
La vida de José Garzón es muy diferente desde entonces. Incorporado a su actividad laboral, tras más de un año, en un puesto diferente, reubicado en los talleres de Renfe en tareas de mantenimiento. Desde aquel 24 de julio no ha vuelto a conducir un tren.
En una carta abierta llegaría a expresar su profundo arrepentimiento, señalando que;
«Es tan grande el daño que he causado y he sufrido…. que un año después siento la necesidad de decirles públicamente lo que cada día, desde aquel 24 de julio, digo en soledad, destrozado por las consecuencias del accidente: Perdón«.
El entonces fiscal del caso, Antonio Roma Valdés, en sus escritos de acusación, pidió una condenada de cuatro años de prisión por cada uno de los setenta y nueve cargos de homicidio imprudente y la inhabilitación especial para la profesión de maquinista de ferrocarriles por un tiempo de seis años, aunque esta inhabilitación, a decir verdad, ya se la ha impuesto el conductor con la culpabilidad que le pesa en su conciencia, de este triste accidente.
En el siguiente enlace podemos escuchar la conversación del maquinista con el interventor; https://youtu.be/BpTNWiDOQ38
Y en el siguiente el momento del terrible impacto; https://youtu.be/cfubBHYrXB0
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José Luis Fortea
………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.
Bernard Thévenet
Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.
Qué pasó un 22 de julio
El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.
A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.
En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.
Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.
Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.
No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.
En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.
En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.
De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.
Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.
Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.
El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .
Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.
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