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’28 de abril … Y entonces sucedió que …’, por José Luis Fortea

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forteaJosé Luis Fortea

……. En 1789, tras veinticuatro días de travesía,  en el buque de la armada británica HMAV Bounty (His Majesty’s Armed Vesse, el Buque Armado de Su Majestad), con una tripulación a bordo de cuarenta y cuatro hombres, encontrándose próximo a la isla de Tofua, en el reino de Tonga, a las cinco de la madrugada, de aquel martes ya 28 de abril, un grupo de marineros dirigidos por el oficial Christian Fletcher se presentan en la cubierta armados con fusiles apoderándose del control de la nave con relativa sencillez.

El amotinamiento de este grupo de marineros venía precedido al parecer de un suceso acaecido esa misma noche, cuando el capitán del navío el almirante William Bligh de treinta y cuatro años, había formulado duras acusaciones hacia una parte de la flota entre los que se encontraban los confabulados, y a quienes señalaba como autores de la desaparición de una parte del cargamento (concretamente de una partida de nueces de coco), vertiendo junto a estas inculpaciones una serie de duras palabras, en las que incluía insultos y menosprecios al Oficial adjunto, el aludido Christian Fletcher, para finalizar por ordenar la reducción de las “raciones de grog”, que sin duda acabaron por exacerbar los ánimos de aquella tripulación.

Las susodichas raciones restringidas de grog, pertenecientes a un brebaje que fue considerado durante años como la bebida predilecta de la marinería británica, desde que el almirante Edward Vernon, comandante en jefe de todas las fuerzas navales británicas, al que por el uso habitual en su vestimenta de una capa impermeable, confeccionada de un material conocido como “grogram” (mezcla de seda y lana) apodaban “Old Grog”, en 1740 ordenara rebajar el ron con agua, bajo supervisión de un oficial, al que añadían para endulzarlo, un poco de limón y azúcar, racionándolo en dos tomas diarias, y que en su honor acabarían por llamar “las raciones de grog”.

El objetivo del almirante era doble, por una parte obviamente el de reducir la ingesta de este licor entre la marinería y por otra, procurar el mantenerlos conscientes y algo engallados para el desempeño de los embates en alta mar. Es precisamente la expresión “estar grogui” la utilizada para definir ese estado de semi-inconsciencia y aturdimiento propio de quien se excede en la toma del mencionado bebedizo.

Este grupo de once amotinados obligaron al capitán y dieciocho hombres leales, que no quisieron separarse de él, a subirse a un pequeño bote provisto de una vela, un reloj y un sextante (instrumento utilizado durante la navegación para las mediciones), siendo abandonados en alta mar (donde pasarán los próximos cuarenta y un días y que gracias a la pericia, destreza y los conocimientos del almirante Bligh llegarán sanos y salvos a la isla de Timor, en un recorrido de casi cinco mil ochocientos kilómetros (3600 millas náuticas).

En el trasfondo de este motín de la Bounty del 28 de abril subyacen algo más que una simple ofensa, unos insultos y la minoración o restricción del brebaje del grog, ya que los verdaderos motivos obedecían más bien a asuntos de carácter personal y en algunos casos, hasta sentimentales, por lo que más tarde pudo comprobarse, de un deseo de regresar a la isla de Tahití en donde habían permanecido los últimos cinco meses aguardando recoger ochocientos ejemplares de “artocarpus incisa” (árbol del pan), para ser utilizarlo como alimento con destino a los prisioneros ubicados en las colonias británicas de la costa australiana.

El barco había zarpado del embarcadero de Spithead, en Hampshire, Inglaterra, el 23 de diciembre de 1787 con la misión de traer el mencionado producto, que al llegar al lugar de destino se encontraría en óptimas condiciones ambientales para su recogida, pero que por problemas climatológicos en la mencionada travesía les haría arribar con un considerable retraso, que les obligaría a permanecer en aquellos parajes durante cinco meses más, hasta poder realizar el trasplante de los aludidos brotes del árbol.

Una larga espera esta que resultaría largamente recompensada sin embargo por unos parajes y unas playas que junto a la hospitalidad y los encantos propios de aquellos habitantes Mahois y en especial de las tahitianas, que ayudaron, no cabe duda, a hacerles descuidar y olvidar su condición de marineros.

Al dejar al capitán en aquel pequeño bote de apenas siete metros y medio a la deriva alejado de cualquier lugar civilizado, el grupo de insurrectos puso rumbo de regreso a la mencionada isla paradisiaca de Tahití.

Una vez allí, algunos de estos junto con un grupo de seis nativos y once mujeres se dirigieron a la isla de Pitcairn a casi dos mil kilómetros al sureste (1600 millas), isla que estos pensaban no sería detectada por la marinería real británica, al no encontrarse señalada por aquel entonces en los mapas de cartografía.

En Pitcairn, siendo ya en el mes de enero de 1790 la embarcación fue utilizada para la fabricación de cabañas, camufladas entre la vegetación, y el resto del barco hundido, borrando cualquier tipo de señal de su presencia en aquellos parajes.

Durante dieciocho años no recibirían visita de ninguna embarcación, hasta el año 1808 en el que un navío americano se acercó hasta la mencionada orilla de la citada isla. Por aquel entonces la mayoría de los amotinados habían muerto, entre ellos, Christian Fletcher, como consecuencia de enfrentamientos entre ellos mismos y con aquellos tahitianos que les acompañaron. En la isla todavía residen los descendientes de aquellos.

William Bligh, que posteriormente a estos sucesos sería nombrado gobernador de Nueva Gales del Sur, en Australia, falleció en Londres el 7 de diciembre de 1817, a la edad de 63 años.

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Qué pasó un 22 de julio

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Qué pasó un 22 de julio

José Luis Fortea

………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.

Bernard Thévenet

Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.

Qué pasó un 22 de julio

El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.

A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.

En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.

Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.

Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.

No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.

En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.

En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.

De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.

Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.

Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.

El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .

Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.

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