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«5 de mayo… y entonces sucedió que…», por José Luis Fortea

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5 de mayo…………y entonces sucedió que…………….

……..en 1821, en la isla de Santa Elena, ubicada a una distancia de casi dos mil kilómetros de la desembocadura del río Cunene, que sirve de frontera natural entre los países africanos de Angola y Namibia, casi en un punto equidistante del continente africano y del americano, fallecía a los cincuenta y un años, Napoleón Bonaparte, en aquel lugar, en medio de la nada, donde permanecía recluido desde hacía seis años, tras la derrota sufrida en 1815 en la batalla de Waterloo.

Aquella derrota supuso el final de la época napoleónica, en un combate desigual, tras regresar de su exilio en la isla de Elba y reunir a sus soldados veteranos, que si bien en número eran muy inferior al conformado por las huestes de los países aliados de Gran Bretaña, Austria, Hungría, Rusia y Prusia (ayudados por España y Portugal), contaban sin embargo con mayor experiencia y altas dosis de motivación.

La mañana de aquel domingo 18 de junio de 1815, los ejércitos de Bonaparte y del británico duque de Wellington se reunieron frente a frente, a unos veinte kilómetros al sur de Bruselas, en la explanada de Waterloo, en unos terrenos que tras una repentina e incesante lluvia de verano, que no había dejado de caer prácticamente durante toda la jornada del día anterior, habían quedado fuertemente enlodados y embarrados.

Una lluvia molesta, la de aquel sábado 17, que incomodó sobremanera la espera del comienzo del embate, llegando a desanimar en cierta manera a unos soldados, la gran mayoría de estos sin apenas posibilidades de resguardarse, en la destemplanza, a la intemperie, de un aguacero que llegaría sin embargo a cambiar el escenario del combate y a la postre, resultaría incluso provechoso y determinante en su desenlace, para las tropas aliadas.

Significativo bastión de los ejércitos de Bonaparte lo constituía su artillería, la columna a partir de la que se vertebraba el resto de cuerpos, el de infantería y el de caballería. En sus comienzos, fue el mismo Napoleón destacado artillero, graduándose como oficial, a los dieciséis años, por lo que supo obtener de la misma un rendimiento mucho mayor que el resto de los ejércitos contra los que combatieron, que disponían del uso de los cañones de una manera tradicional, “defensiva”, mientras que el ejército francés basaba su ataque a partir de estos.

Los terrenos embarrados de Waterloo restaron eficacia a los proyectiles lanzados desde los cañones franceses. Aquellas esferas sólidas de hierro producían mayor efecto y destrozo evidentemente sobre una superficie seca que sobre lodazales que frenaban su deslizamiento y efecto devastador.

La estrategia y la buenaventura esta vez fue favorable a los generales Wellington, Blucher, Schwarzenberg y Frimont y por tanto esquiva hacia los militares galos, que con su fracaso serían duramente castigados.

Bonaparte acabaría siendo desterrado por los británicos a la mencionada isla volcánica de Santa Elena, a bordo del Northumberland, un navío de guerra de tercera categoría con setenta y cuatro cañones y una eslora de cincuenta y cinco metros, perteneciente a la marina real británica y a cuyo mando se encontraba el almirante George Cockburn (de quien el mismo Napoleón dejó escrito que se trataba de alguien caprichoso, vano, irascible, dominante, muy habituado a la autoridad, que la ejercía sin gentileza alguna).

Una isla, donde fue confinado, perteneciente a la Compañía de las Indias Orientales, el lugar más alejado posible, de difícil accesibilidad, con una climatología tropical, donde se suceden a unas lluvias torrenciales, cielos despejados con altas temperaturas y fuertes vientos.

Será allí donde recluido a la fuerza escribirá, durante aquellos seis años, un diario en el que comienza señalando que;

-“No me propongo hacer comentarios sobre los acontecimientos de mi reinado: son demasiado conocidos, y no estoy en el caso de satisfacer la curiosidad pública. Daré un resumen de los sucesos, respecto a los que quiero aparecer tal cual soy, a los ojos de mi hijo y de toda la posteridad, para evitar que mi carácter é intenciones sean desfigurados. Este es el objeto de mi escrito que tengo que haceros conducir por rodeos para que vea la luz pública, pues me consta por experiencia que si cayese en manos de los ministros ingleses, quedaría sepultado en eterno olvido”-.

Fue junto a la escritura, la lectura la actividad principal que ocuparía el tiempo de este singular prisionero, quien en cierta ocasión, hallándose en la biblioteca dispuesto a seleccionar un libro, fijó su atención en uno que por su posición quedaba fuera de su alcance, por lo que solicitó ayuda de uno de los soldados que le custodiaban. Cuentan que entonces este, con cierta sonrisa en el rostro, a quien sacaba más de un par de cabezas le dijese al general –“no se preocupe, soy más grande, yo se lo alcanzo-“, a lo que Napoleón, cuando recibió el aludido libro en sus manos le contestó aquello de –“hijo, usted no es más grande, simplemente es más alto”-.

Faltaban diez minutos para la seis de la tarde de aquel sábado 5 de mayo, cuando se produjo el óbito, cuya causa es todavía, a día de hoy, motivo de controversia, pues oficialmente y tras la pertinente autopsia realizada, la muerte se atribuyó a un cáncer de estómago (que al parecer y de la misma manera, fue la razón del fallecimiento de su padre Carlo, a los 38 años, una enfermedad que acabará también con la vida de su hermana Paulina a los 44 años, su hermana favorita y predilecta, en esta ocasión de útero, cuatro años después, en 1825), aunque posteriores investigaciones, a partir de unos cabellos extraídos del propio finado, tras su pertinente análisis, determinaron la posibilidad de haber sido víctima por envenenamiento, al haberse detectado un alto índice de arsénico en estos.

Sus últimas palabras, fueron –“France, L’armée, Joséphine”- (-“Francia, Ejército, Josefina-“), aunque a este respecto también se señalan como las últimas, -“Tête, Armée, Mon Dieu! (-“Cabeza, Ejército, ¡Dios mío!”-). En su testamento dispuso su deseo de ser enterrado a orillas del río Sena, pero fue allí, en aquella isla donde en un principio fue sepultado, hasta que diecinueve años más tarde, en 1840, el rey de los franceses, Luis Felipe I, ordenase su trasladado a Francia, cerca de la escuela militar, al palacio de los inválidos, donde actualmente reposan sus restos.

Fue en estas circunstancias cuando un 5 de mayo como hoy, de hace 196 años, fallecería quien otrora llegó a dominar Europa.

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Qué pasó un 22 de julio

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Qué pasó un 22 de julio

José Luis Fortea

………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.

Bernard Thévenet

Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.

Qué pasó un 22 de julio

El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.

A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.

En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.

Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.

Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.

No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.

En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.

En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.

De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.

Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.

Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.

El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .

Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.

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