(Valencia), 2 nov (EFE).- Cientos de personas trabajan estos días en el casco antiguo de Paiporta, el pueblo que más muertos ha registrado por la dana que azotó este martes Valencia. Allí en calles estrechas con casas de un par de plantas se apiñan cientos de vecinos y voluntarios en una interminable lucha contra el barro.
En aquella enrevesada cuadrícula, más allá de para recoger a los muertos, aún apenas se ve personal de seguridad. En la zona nueva, la presencia de la UME, del Ejército e incluso de Bomberos portugueses o policías locales de otros pueblos de la Comunitat Valenciana ya es importante pero en el entramado de calles que forman Florida, Nou d’Octubre y hasta la calle del Convent solo han llegado amigos y voluntarios.
En las zonas agrícolas de Valencia el trabajo ‘a tornallom’ hacía que unas familias acudieran a las alquerías de otras a ayudar cuando hacía falta y así se trabaja ahora en esta cuadrícula del mapa aunque los resultados tardan en verse.
De momento lo que se ven son enormes acumulaciones de trastos, a veces aún con coches, que a modo de trinchera dominan las calles, bien en su parte central o bien en uno de sus laterales. En el caos, da cierta sensación de orden que hace apenas un día no existía.
En las calles algo más amplias, hay suerte y alguna excavadora puede hacer el trabajo gordo, en el resto es labor de pico y pala. “Parece que estás barriendo el desierto”, lamenta Javier, un vecino de València. “La gente está superimplicada. A mí se me pone la piel de gallina. Yo me quedo hasta que aguante el cuerpo. Mi mujer y mi hija están ayudando en un centro de mayores de aquí”, apunta.
Ramón ha perdido la cuenta de la veces que ha recorrido arriba y abajo la calle arrastrando una puerta para tratar de devolver al barranco una mínima parte de lo que les escupió pero no desfallece. “Si quito cien kilos, cien kilos menos que tiene que quitar quien vega mañana”, resume estoico.
Unos y otros caminan a ciegas porque el suelo es un eterno charco en el que el agua llega en bastantes calles más allá del tobillo. Nada comparado con lo que se vivió pero un riesgo añadido para los voluntariosos limpiadores.
De repente, alguien pide un médico y varios sanitarios salen corriendo. Con puerta como improvisada camilla trasladan a un hombre de unos setenta años. Nadie sabe bien qué le ha pasado. No será el único que necesite atención sanitaria tras unas labores de desescombro en las que muchas veces no se ve dónde se mete la mano.
Maite tiene una tienda de ropa en la Calle Convent. En realidad, la tenía. “Lo he perdido todo, toda mi vida. La he salvado pero he perdido todo”, asume resignada. No quiere hablar porque cuenta que no puede hacerlo sin llorar y menos cuando recuerda cómo salió viva.
“A nosotros no nos avisó nadie y de repente entró una ola. Cerré el cristal pero no me dio tiempo a cerrar la puerta y entró el agua. Me salvó un vecino. Yo oía que me llamaba y me sacó al final por una claraboya pero estuve cinco horas nadando”, rememora temblando.
Detrás de ella una cuadrilla le pregunta si quiere comer algo. “A toda esta gente que ha venido no los conozco de nada y a los que vinieron ayer tampoco. Sin ellos no hubiéramos podido hacer nada”, asegura.
La familia Pascual se ha reunido para tratar de limpiar el bajo de su tía con ayuda de algunos amigos. “Ha venido gente a lo bestia. Nosotros hemos venido de València, de Bétera, de Moncada…”, apunta Eli.
Hasta el día siguiente no pudieron saber que su tía estaba bien. “Vinimos andando y nos contó que pudo subirse al primer piso, a casa de sus padres”, señalan.
En la pared, la marca del agua que muestra un cuadro con una barraca se acerca a los dos metros. Como ellos son muchos los que invitan a pasar a sus bajos para que se compruebe de primera mano la magnitud del desastre.
En la calle Virgen de los Desamparados, más estrecha aún, la marca del agua crece aún un poco más. Fue de las que más se taponó y los vecinos cuentan que eso hizo subir aún más el nivel. Allí se ha juntado una suerte de ‘brigada internacional’. Cepillo en mano, cuentan que son de Francia, Austria, Ecuador o Argentina… pero también de Albacete y Cartagena.
Casi todos ellos trabajan en un local de copas en la Marina de València y cuando su jefe les propuso cerrarlo unos días y venirse a ayudar a un amigo y a sus vecinos no lo dudaron.
Las calles se suceden, el barro no da tregua. Los capazos con barro esperan alineados a una cadena humana que los saque de allí con un destino incierto. Hay quienes buscan desesperados alcantarillas a las que abocar el fango pero la mayoría están colapsadas. La única solución es ir empujando el barro hacia el enorme cauce que hace unos días se desbordó y por el que ahora apenas corre un hilo de agua.
Nacho Herrero
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