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Tal día como hoy, sucedió…, por José Luis Fortea

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forteaJosé Luis Fortea

 

 

21 de marzo……………………………….. y entonces, sucedió que……………………

…… corría el año 1963, cuando el entonces Fiscal General de los Estados Unidos, Robert Francis Kennedy, ordenó el cierre de la prisión de Alcatraz, principalmente por su elevado coste de mantenimiento, en el que cada preso le suponía a las arcas del Estado casi diez dólares por día (frente a los 3$ diarios en cualquier otro presidio), y del deterioro que ya mostraba la estructura del edificio, carcomida y corroída como consecuencia de las humedades y el salitre, amén del impacto ambiental que causaba el vertido diario de las aguas residuales de los cerca de cuatrocientos residentes, entre guardianes, familiares y presidiarios, sobre la costa californiana.

La prisión se encuentra ubicada en un islote en plena bahía de San Francisco,  bautizado como “La Isla de los Alcatraces” por el explorador español Juan Manuel de Ayala, allá por el año 1775, quien al encontrarla tan poco acogedora e inhóspita ni tan siquiera se aventuró a rastrearla. De hecho, entre otras denominaciones, como “la roca”, es también conocida como la “Isla del Diablo”.

Antigua fortificación, fue posteriormente utilizada como prisión militar, hasta que el día 12 de octubre de 1933, este complejo de cuarteles disciplinarios castrenses fuera adquirido por el Departamento de Justicia de los Estados Unidos, pasando a formar parte de la Agencia Federal de Prisiones, a la que por sus características geográficas se catalogó como de “prisión de máxima seguridad”, donde a sus 336 celdas, finalmente acudirían destinados aquellos reclusos inadaptados de otras cárceles de la nación, bien por su peligrosidad extrema o su historial delictivo, siendo el número de estos, tras veintinueve años de funcionamiento, de 1576 penados.  

En agosto de 1934 quedó esta inaugurada, siendo su máximo responsable, el alcaide de cincuenta y nueve años, James Aloysius Johnston, quien ese mismo día, explicó a la prensa cual era el fundamento principal de aquellas dependencias; -“Constituir una prisión de máxima seguridad, con privilegios mínimos”-

Johnston, que sería el alcaide durante los catorce años siguientes, hasta 1948, impuso una serie de estrictas normas, que debían ser cumplidas por todos, sin distinción alguna, acompañadas de un régimen basado en la regla del silencio, en virtud de la cual, el recluso no podía manifestarse, si previamente no era autorizado por el funcionario encargado de su custodia durante un servicio determinado, en aquel edificio de tres plantas, distribuido en bloques por delitos y peligrosidad, en unas celdas de reducidas dimensiones (1,50 x 2,75) carentes por completo de intimidad.

Una de las normas impuestas, concretamente la número 5, decía así –“Usted tiene derecho a recibir alojamiento, alimentos, ropa, atención médica y medicamentos. Cualquier otra cosa que reciba será un privilegio”-.

 Cuentan que cuando el prisionero registrado con el número AZ 85, Alphonse Capone, a su ingreso, durante aquel verano de 1934, en la entrevista protocolaria establecida con el máximo responsable, le llegó a plantear al alcaide Johnston cerca de mil exigencias, acostumbrado, como estaba, a pesar de no disfrutar de libertad, sí de disponer de ciertos “privilegios especiales”, durante los dos años que había estado recluido en la prisión del estado de Georgia en Atlanta, la United States Penitentiary, de la que procedía, que este le mostró la mencionada regla número 5, aplicándosele por tanto el mismo trato que al resto de los reclusos, algo a lo que obviamente no estaba acostumbrado tan “distinguido” inquilino. Años más tarde en el mismo lugar y con los mismos protagonistas, Capone le confesaría que;

 –“Alcatraz ha podido conmigo”-  (en la reseña gráfica se puede apreciar el deterioro físico que en poco tiempo empezó a manifestar, durante este periodo, que dista mucho de aquel porte magnánimo que acostumbraba a mostrar).

Con estas condiciones impuestas cerca de sesenta y cuatro de estos cautivos fallecieron, bien mediante el suicidio o el intento de fuga de aquel lugar. De hecho, no había recién llegado que no albergara la esperanza de huir de aquella isla, bañada por unas corrientes de aguas gélidas. Para disuadir a aquellos que se sintieran capaz de realizar semejante intento de evasión, entre las costumbres del presidio estaba la de efectuar cada día del año trece recuentos individuales, a los que se añadían, otros seis grupales por bloques y sección, además de aquellos efectuados de un modo casual e imprevisto.

En los comedores sólo podían coincidir como máximo cuatro de estos confinados, y los movimientos y sus desplazamientos venían delimitados y establecidos por unas líneas pintadas en el suelo sobre las que debían caminar. Los mismos guardianes, especialmente seleccionados y aleccionados para aplicar esta estricta disciplina, se encargaban de propagar la idea, cierta o no, de unas aguas, que bañaban aquel lugar, infestadas de tiburones. Para aquellos que a pesar de todo, incumplían este régimen establecido, existía un bloque especialmente diseñado, el bloque D, donde se encontraban las celdas de aislamiento, también conocidas como “el agujero”, en el que desnudos eran encerrados a oscuras, y según la infracción cometida por un tiempo establecido, que podía en algunos casos llegar a ser hasta de semanas.

En la noche del 11 de junio de 1962, nueve meses antes del cierre de esta prisión de máxima seguridad, Frank Morris de 35 años y los hermanos Anglin, John de 32 y Clarence de 31, efectuaron una huida que había sido planeada durante los seis meses anteriores. 

En la parte posterior de las celdas de los reclusos del Bloque B, donde habían sido asignados, había una pared de hormigón que daba a un pequeño pasillo, no vigilado, de apenas un metro de ancho, que cincelaron con relativa facilicidad, al encontrarse dañada por la humedad, ya que se trataba de una construcción realizada veinte años antes, utilizando para ello, una simple cuchara de metal soldada con plata extraída de una moneda. Para facilitar la huida colocaron además unas cabezas confeccionadas con papel higiénico y cartón, al que le habían puesto pelo natural, recogido de la peluquería y de esta forma no levantar sospechas entre los guardianes.

Esa noche de junio, traspasando la pared y subiendo unas escaleras a través del conducto de la ventilación y deslizando una tapadera que cubría este, accedieron a la parte más alta del complejo, pudiendo cruzar el tejado y deslizarse por un canalón hasta llegar al suelo, en donde uniendo unos impermeables que habían ido recogiendo y acoplando entre sí, construyendo una especie de balsa y  subidos a esta se alejaron de la isla, probablemente, según las hipótesis de los investigadores, hacia el noreste, a la isla de los Ángeles, a unos tres kilómetros de distancia, la más grande de toda la Bahía de San Francisco, en una travesía que debió resultar muy dura, con unas aguas extremadamente frías, con unas temperaturas de 11 grados de media en aquel mes de  junio, con mareas peligrosas y un tráfico de docenas de embarcaciones, en un tiempo aproximado a nado de una hora.

Esta evasión, considerada toda una gesta realizada por Morris y los hermanos Anglin, a día de hoy, sigue constituyendo todo un misterio por resolver. La manera de realizar la fuga, en aquellas aguas, y sin dejar rastro alguno, hizo que las autoridades y los investigadores les dieran por muertos, pero aunque esa fue la versión oficial, de presuponerles fallecidos por ahogamiento, el caso no fue en ningún momento cerrado, no dejando nunca de investigar, llegando incluso a finales de los 80 a someter al hermano de los Anglin, Robert a la prueba del polígrafo, sin obtener resultados concluyentes y utilizando técnicas como el “Método de la progresión de la edad” que proporciona a los investigadores el aspecto que tendrían estos tres hombres en la actualidad en el caso de permanecer con vida, Frank con 90 años, John 86 y Clarence 85 (método este, cuanto menos curioso, del que dejamos reseña gráfica).

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Qué pasó un 22 de julio

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Qué pasó un 22 de julio

José Luis Fortea

………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.

Bernard Thévenet

Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.

Qué pasó un 22 de julio

El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.

A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.

En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.

Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.

Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.

No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.

En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.

En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.

De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.

Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.

Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.

El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .

Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.

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