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’15 de junio … y entonces sucedió que …’, por José Luis Fortea
Publicado
hace 8 añosen
De
José Luis Fortea
……en el año 1094, Rodrigo Díaz de Vivar, al que todos llaman el “Cid (Al-Sayyid, señor) Campeador (experto en batallas campales)”, tras un asedio de casi once largos meses conquista la ciudad de Valencia, sobre la que había articulado y dispuesto un pequeño campamento, asentado desde el pasado mes de julio, con su ejército privado compuesto por cuatro mil soldados, que al ser este demasiado pequeño para realizar un ataque directo sobre sus murallas, había decidido sitiarla, cortando todo suministro sobre la misma y arrasando todos los campos de sus alrededores.
Nacido en la localidad burgalesa de Vivar alrededor del año 1040 (aunque para este acontecimiento se barajan igualmente otras fechas que abarcan desde los años de 1040 hasta 1050), creció en el seno de una familia cristiana seguramente rodeado de gentes que hablaban árabe, bien al ser musulmanes de nacimiento o porque entendían la lengua imperante en la mayor parte de la península en aquellos tiempos.
Políticamente creció bajo el reinado de un rey cristiano, Fernando I de Castilla y León que obligaba el pago de tributos a los reinos de taifas del sur de la península y que organizaba partidas de asalto hacía quienes no satisfacían dichos tributos obligados.
Efectivamente, con la muerte de Almanzor “El Victorioso” (Muhammad ibn Abi Amir) allá por el año 1002 se disolvió aquel Estado sólido y unitario que había sido Al-Ándalus en una serie de pequeños Estados, llamados reinos de taifas, caracterizados por las numerosas luchas internas de sus líderes tribales (en realidad, estos no eran más que los antiguos seguidores de Almanzor desterrados de Córdoba y obligados a buscar nuevos territorios en los que vivir e instalarse), ahora convertidos en reyes.
Estos reinos en un principio fueron veintiséis, Albarracín, Algeciras, Almería, Alpuente, Arcos, Badajoz, Baleares, Carmona, Córdoba, Denia, Granada, Huelva, Málaga, Mértola, Molina de Aragón, Morón, Murcia, Niebla, Ronda, Santa María del Algarve, Sevilla, Silves, Toledo, Tortosa, Valencia y Zaragoza.
En este contexto político pues, a la edad aproximada de catorce años, Rodrigo Díaz fue llevado a la corte real para servir a Sancho, el primogénito del rey Fernando I, que heredaría a la muerte de su padre únicamente el condado de Castilla, al haber divido aquel todos sus dominios entre sus hijos, eso sí, elevándolo a la categoría de reino, siendo por tanto primer rey de Castilla con el título de Sancho II, “el Fuerte”, así como el derecho a percibir los tributos del reino de taifa de Zaragoza.
Sería pues allí, al real servicio del hijo mayor del rey, donde comenzó a ser instruido en el uso y manejo de las armas, en especial de la espada, con la que llegaría a ser especialmente ducho en su manejo y buen hacer. Cuentan que fue su padre, don Diego Laínez, quien le regaló su primera espada, una tizona que había pertenecido a un noble visigodo, de nombre “Mudarra”.
En 1072, Sancho II moría asesinado traicionado por un noble leonés de nombre Vellido Dolfos (detalle este visto en la reseña del pasado día 12 de junio), el cual aprovechando un momento de indisposición del monarca, cuando este había decidido “hacer de vientre” escondiéndose para tal menester entre la maleza, no dudó en ensartarle por la espalda con su propia lanza, que le había cedido momentos antes de dicha real evacuación, siendo perseguido por este acto, aquel traidor regicida, por el mismo don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, leal al rey Sancho. Con esta muerte, el hermano del rey, Alfonso, acabaría heredando aquellos dominios de Castilla, con el título de Alfonso VI.
Si bien es cierto que en sus comienzos las relaciones entre ambos fueron cordiales, la sospecha de la participación del rey sobre la muerte de su propio hermano asaltó el leal recuerdo de don Rodrigo, hecho por el que acabarían enfrentándose, siendo desterrado de aquellos territorios en el año 1081.
Con su destierro, buscó nuevo rey a quien servir, ya que básicamente el Cid puede considerarse el primer caballero cristiano de la reconquista que reivindicó su independencia al vasallaje al que nació sometido, llegando a un acuerdo con el entonces rey de Zaragoza, Al-Muqtadir (precisamente sería en este nuevo destino en donde acabaría siendo conocido con el renombre de “El Cid”), donde prestaría sus servicios durante cinco años, aumentando su fama, sus riquezas y su leyenda.
Cuando las noticias de aquel exilio forzoso llegaron a oídos de los reyes de taifas, los de Granada, Sevilla y Badajoz, en 1086, hicieron un llamamiento de auxilio al ejército almorávide. De esta manera, cerca de setenta mil musulmanes bereberes del norte de África, bajo el mando de Yúsuf Ibn Tashfín, irrumpieron en la península ibérica, enfrentándose un 23 de octubre de 1086 a los ejércitos cristianos del rey Alfonso VI en la localidad de Sagrajas, infringiéndole una dura derrota.
Llegó el rey Alfonso VI volver a llamar a don Rodrigo, pero un segundo desencuentro y un segundo destierro acabaría por convencer al Cid que lo mejor que podía hacer era batallar en nombre propio, sin tener que responder ni rendir cuentas ante autoridad alguna por ello, centrando de esta forma su atención en la zona del levante peninsular, donde llegaría a constituir un frente donde obtenía sus tributos, en localidades de este corredor mediterráneo como las de Albarracín, Lérida, Tortosa, Jérica, Segorbe, Almenara, Alpuente, Sagunto, Valencia y Denia.
Y sería pues en la localidad de Valencia, donde llevaría a cabo el episodio que más le acabaría por encumbrar, cuando tras una serie de revueltas que acabaron con el rey Al-Qadir, decidiera intervenir y sitiar esta, siendo el día 15 de junio, como hoy, de 1094, de hace pues novecientos veintitrés años, cuando lograse su rendición y consiguiente conquista, imponiendo su gobierno en la ciudad desde aquel entonces.
No se haría esperar la llegada de los temidos ejércitos de los almorávides tratando de recuperar la ciudad para el Islam, realizando para ello la misma estrategia que había empleado el Cid, sitiando la ciudad, con un ejército mucho más numeroso y utilizando la guerra psicológica, mediante el estrépito ocasionado con el percutir constante de sus tambores, esperando el consiguiente desgaste y desmoronamiento, que no llegaría a producirse, pues tan hábil conquistador como “soldado docto en el campo de batalla” era este don Rodrigo, que diseñando una ingeniosa maniobra defensiva, mandó abrir, bien entrada la noche, una de las puertas menos vigilada por aquellos, por donde salieron un contingente de hombres con la misión de rodear el campamento enemigo, permaneciendo escondidos en su retaguardia.
Al amanecer, con aquellos hombres bien posicionados sin haber sido descubiertos, el Cid hace salir de la ciudad a un nutrido grupo de hombres por otra de las puertas, dando la sensación de huir despavoridos, provocando a aquellos en su persecución, que al momento de producirse por la caballería almorávide, aquel grupo que había permanecido emboscado recibe la orden de irrumpir en el campamento creando el natural desconcierto y confusión que a la postre llegaría a constituir la primera derrota almorávide frente a tropas cristianas.
Y así se proclamó príncipe de Valencia como “Rodrigo el Campeador”.
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José Luis Fortea
………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.
Bernard Thévenet
Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.
Qué pasó un 22 de julio
El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.
A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.
En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.
Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.
Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.
No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.
En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.
En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.
De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.
Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.
Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.
El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .
Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.
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