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’16 de mayo … y entonces sucedió que …’, por José Luis Fortea
Publicado
hace 8 añosen
De
José Luis Fortea
………..en 1607, el rey de España, Felipe III, envía hacia los territorios que configuran el actual Estado de Colombia, un ejército compuesto por seis compañías, comandada cada una de estas por un capitán, hacia una zona que se resistía a ser conquistada, desde que en 1499 don Alonso de Ojeda, realizase un primer intento de ocupación de unas tierras que presentaban una doble dificultad, por una parte en suelo firme, al encontrarse estas habitadas por tribus nativas hostiles y muy belicosas, que llegarían a ver pasar ante sí a más de cuatrocientos conquistadores españoles diferentes, sin lograr su total rendición y por otra, en esta ocasión por mar, al ser zona de constantes ataques y saqueos por parte de los piratas franceses e ingleses.
Sería en el actual departamento de Huila, donde un destacamento de apenas veinte hombres, al mando del capitán don Diego de Ospina y Medinilla, para defenderse mejor del ataque de los indios que ocupaban aquellas tierras, los pijaos, construyeron la fortificación de San Lorenzo de Maitó.
Siendo conscientes de su inferioridad numérica y evitando para ello el combate cuerpo a cuerpo en campo abierto, decidieron urdir un plan para atraer a aquellos nativos hacía la aludida fortificación, difundiendo el rumor, a través de sus indios porteadores que les habían acompañado hasta allí, que la mayor parte de los soldados españoles que conformaban aquel regimiento se encontraban gravemente enfermos.
De esta forma el 16 de mayo de 1607, de hace hoy cuatrocientos diez años, una vez aquel falso bulo había llegado a oídos de aquellos, pusieron en marcha la segunda parte del engaño, para lo cual, los soldados españoles imitando la señal que los pijaos realizaban para convocar a sus miembros a la batalla, encendieron fuego a imagen y semejanza de estos, aguardándoles en las proximidades de la empalizada.
Aquella artimaña funcionó, pues los indios confiados en que los españoles realmente se encontraban enfermos, respondieron positivamente ante aquel “llamamiento al combate”, creyendo ser requeridos por sus líderes kalarká, Coyara y Cocurga, que junto con un grupo de guerreros, personáronse ante la aludida fortificación, donde acabarían siendo emboscados por aquellos soldados que con sus armas de fuego en mano (arcabuces y pistolas) y sus lanzas y picas, salieron de sus escondites logrando, en los primeros instantes de la refriega, abatir al jefe Kalarká de un disparo en el pecho, matándolo al instante, consiguiendo, de esta manera, hacer huir al resto.
Obviamente no fue esta la primera, ni tampoco la última en la que con cierta forma de engaño, picaresca o con una buena estrategia se había logrado un ventajoso resultado a los intereses de quien había sabido trasladar al campo de batalla sus mejores raleas y cualidades.
La estrategia considerada por los grandes militares de todos los tiempos como un elemento fundamental muy a tener en cuenta para alcanzar los objetivos marcados, fue base misma de los postulados que hace más de dos mil quinientos años, sirvieron al general chino Sun Wu, más conocido como Sun Tzu (el Maestro Sun) para escribir el libro “El Arte de la Guerra”, probablemente el mejor sobre este “arte de dirigir las operaciones militares”, que en el fondo no es más que lo que ha de entenderse por estrategia.
Era precisamente en su capítulo quinto donde Sun Tzu recogía aquello que don Diego de Ospina aquel 16 de mayo acababa de realizar, siguiendo el principio que señalaba que “los buenos guerreros hacen que los adversarios vengan a ellos, sin dejarse atraer fuera de su fortaleza”.
Los postulados del maestro Sun descansan sobre el principio fundamental de que “todo arte de la guerra se basa en el engaño” y en buena lógica, como consecuencia directa de este fundamento, “el supremo arte de la guerra consiste en someter al enemigo sin luchar”.
No sería la primera vez que las tropas españolas de aquel periodo correspondiente al reinado de Felipe III, para defender sus enclaves estratégicos y nuevas fortificaciones, situadas por aquellos lares, tuvieran que hacer uso de estos recursos y estrategias, basados precisamente en el ingenio y la picaresca.
Sin ir más lejos, seis años antes, el 24 de enero de 1600 en el enclave español de la isla de Jamaica, a cuyo frente se encontraba como gobernador Fernando Melgarejo de Córdoba, al hacer acto de aparición frente a sus costas dieciséis navíos ingleses bajo pabellón pirata del corsario Christopher Newport, exigiendo la rendición total y entrega de la isla, el aludido gobernador, ordenó a sus gentes guardar el máximo sigilo posible, procurándose un silencio en la isla que llegara a crear cierto desconcierto entre aquellos piratas que iban aproximándose en sus botes hacia la orilla, incluso permitiéndoles hacer pie en sus playas, frente a la ciudad de Santiago de la Vega (la actual Spanish Town).
Una vez dispuestos aquellos en formación de cinco columnas, convencidos de su superioridad, esperando la pertinente orden de inicio de ataque, probablemente confusos por aquel silencio, en aquella tensa espera que fue aprovechada por el gobernador español para emitir una doble orden, la de disparar desde el único cañón disponible en toda la isla y la de abrir simultáneamente las puertas de los establos, donde tenían encerradas unas reses (entre las que se encontraba una partida toros bravos recientemente llegados) que espoleados fueron dirigidos para que embistieran contra aquellos, ahora sí que seguramente más que desconcertados, que verían aproximarse hacia ellos, entre una polvareda atronadora, aquellos astados desatados, llegando a causar el caos y verdaderos estragos entre sus miembros, que acabarían por huir de aquel lugar.
Don Fernando Melgarejo, dio muestras de ser todo un estratega y excelente militar a la altura de los que, a lo largo de la historia, han existido, como por ejemplo Alejandro Magno, que a sus 33 años había conquistado medio mundo conocido, perfeccionando las temibles falanges macedonias creadas su padre Filipo II, diseñando una nueva táctica, denominada del martillo y el yunque, basada en el movimiento envolvente de su caballería que cercando los flancos de sus enemigos, obligaba a estos a retroceder, dirigiéndolos hacia las lanzas de más de seis metros de longitud de aquellas falanges que les aguardaban, o el cartaginés Aníbal Barca, que en la batalla de Cannas en 216 a.C., mandó a sus tropas, situadas frente a los romanos, retroceder, movimiento este interpretado por los romanos, como de retirada anticipada, por lo que creyéndose superiores, por alguna extraña circunstancia, cegados por darles alcance no fueron conscientes de acabar siendo rodeados, en una maniobra que acabaría con la vida de todo un ejército romano compuesto por unos setenta mil hombres.
Viriato, Julio Cesar, Escipión, Napoleón Bonaparte (quizás considerado el mejor de todos, en el arte de dirigir, dividir, concentrar, calcular, y por supuesto vencer, que hizo de la artillería un elemento preciso de ataque en lugar del uso defensivo que le daban hasta aquel entonces), Guillermo I, Wellington, Rommel……etc.
Sin poder obviar entre todos estos los temidos y eficaces Tercios españoles que al grito de –“Santiago y cierra España”- ponía en marcha una eficaz máquina de guerra, considerada la mejor infantería durante casi dos siglos, que sabía realizar una táctica perfecta de combinación de armas blancas y de fuego.
Pero no cabe duda que en todo este asunto del uso del engaño en el arte de la guerra merece un apartado de especial consideración el conocido escuadrón 23, una unidad especial de combate, de creación estadounidense, compuesta por cerca de mil cien soldados, encargados exclusivamente de engañar a las tropas alemanas enemigas durante la Segunda Guerra Mundial, mediante la fabricación de todo tipo de material bélico falso, como tanques, aviones, camiones hinchables, configurando a ojos de los enemigos todo un “ejército fantasma”. En el siguiente enlace podemos ver algunas de estas curiosas creaciones (http://k33.kn3.net/84DC34B43.gif).
Y es que ya lo decía el general Sun Tzu; -“La mejor victoria es vencer sin combatir”-
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José Luis Fortea
………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.
Bernard Thévenet
Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.
Qué pasó un 22 de julio
El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.
A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.
En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.
Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.
Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.
No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.
En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.
En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.
De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.
Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.
Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.
El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .
Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.
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