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‘2 de julio… y entonces sucedió que…’ por José Luis Fortea

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forteaJosé Luis Fortea

………..corría el año 1839, cuando el viernes 28 del mes de junio partía desde el puerto de la Habana en la isla de Cuba, la goleta española La “Amistad”, una embarcación de dos palos y el casco pintado de negro, propiedad de los españoles, José Ruiz y Pedro Montes, cuyo capitán en aquel trayecto era el ibicenco Ramón Ferrer Ferrer, con destino a Punta Gorda en la bahía de Guanaja, enfrente de las costas de la actual Honduras, un puerto en donde tenían previsto aprovisionarse de víveres antes de dirigirse hacia Puerto Príncipe, en la isla de Haití, su destino final.

En sus bodegas portaban como cargamento una partida de cincuenta y tres esclavos negros africanos, cuarenta y nueve varones, tres mujeres y un niño capturados en su tierra natal de Sierra Leona, pertenecientes a la tribu de los Mendé, que habían sido recientemente transportados, junto a cuatrocientos cincuenta esclavos más, desde el continente africano, hasta la entonces colonia española de Cuba, por el barco negrero portugués el “Tecora”.

Las circunstancias de aquellos viajes, desde el continente africano hasta las islas del mar del Caribe y las costas norteamericanas, en los llamados “barcos negreros”, eran toda una pesadilla para aquellos cautivos, hacinados, engrilletados, sin espacio para poder moverse, tumbados y estirados sobre plataformas de madera en las lúgubres bodegas, en donde tenían que pasar cerca de dos o tres meses, que era lo que solían durar aquellas travesías por alta mar, con una precaria alimentación en la que un alto porcentaje de los aprehendidos fallecían durante el trayecto.

Las condiciones climáticas de los días del inicio del viaje, de aquel final de junio, no eran en modo alguno las mejores o idóneas, pues durante los primeros tres días no dejó de acompañarles una lluvia incesante. La noche del 2 de julio, de un día como hoy, de hace por tanto ciento setenta y ocho años, mientras la tripulación dormía en cubierta, uno de aquellos esclavos transportados, Sengbe Pieh (a quien los españoles llamaban Joseph Cinqué) de unos veinticinco años de edad, logró liberarse de sus cadenas, haciendo lo propio con varios de sus compañeros, tras lo cual, se dirigieron hacía la cubierta por la parte de la proa (la delantera) de la embarcación.

Aquella noche del martes 2 de julio era oscura y cerrada, muy nublada, por lo que no era perceptible la luz de la luna, aunque cierto era que la lluvia les había dado una pequeña tregua, permitiendo a la tripulación pernoctar en unos colchones colocados sobre la cubierta del bergantín.

A esas horas todos dormían, excepto el hombre encargado del timón, momento en el que los amotinados, armados con los machetes que se usan para cortar la caña de azúcar, provistos con unas hojas de cerca de setenta centímetros, se abalanzaron sobre el capitán, que aún tiene tiempo de gritarle a su cocinero, un mulato al que llamaban Celestino, que acudiera raudo a las cocinas para acopiarse de algo de pan para ofrecerlo por si de esta manera aplacaba sus ánimos, no dándole tiempo a más, pues de un golpe seco acabaron con su vida y la de aquel cocinero también, que al parecer durante aquellos cuatro días de viaje se había encargado de amedrentar a aquellos asustadizos pasajeros forzosos.

Dos marineros, un tal Jacinto y Manuel Padilla huyeron en un bote al escuchar los gritos de su capitán, Ramón Ferrer. Los africanos sin embargo salvaron la vida del esclavo del capitán, que hacía las veces de su camarero personal, un hombre de color llamado Antonio nacido en África, pero que había pasado prácticamente toda su vida en la isla de Cuba, sirviendo de intérprete entre aquellos y los españoles, propietarios del barco, a los que permutaron sus vidas a cambio de regresarles hasta su tierra natal en África.

Siendo amenazados cada día de aquel viaje, José Ruiz y Pedro Montes haciéndoles creer estos que realizaban el viaje de regreso rumbo hacía Sierra Leona, navegando durante el día hacia el este y por las noches rumbo al oeste y al norte, en un recorrido que tras casi dos meses de duración les llevaría hasta las costas norteamericanas de Nueva York, en donde echaron las anclas, en la isla de Long Island, el 26 de agosto, donde serían vistos por el USS Washington, de la armada de los Estados Unidos.

Una vez apresados, fueron acusados de los delitos de piratería, amotinamiento y asesinato, siendo encarcelados, a la espera del correspondiente juicio, que se celebraría en el condado de New Haven.

Aquel proceso enfrentó a los abolicionistas contra los partidarios de la esclavitud, en un juicio que alcanzaría tal dimensión que en la defensa de aquellos llegaría a participar, a sus setenta y dos años, quien fuera el sexto presidente de los Estados Unidos de América, John Quincey Adams, enfrentándose al pro esclavista y otrora octavo presidente Martin Van Buren, quien a sus cincuenta y siete años, abogaba por declararles culpables de los delitos establecidos.

El caso llegaría tras varias fases judiciales hasta el mismo Tribunal Supremo, que determinaría finalmente con fecha de 9 de marzo de 1841, que;

Al encontrarse los acusados –“bajo sujeción ilegítima, siendo por tanto víctimas de un delito de secuestro, más que proceder a considerarles como mercancía, sin poder ser considerados, en ningún momento de su cautiverio, súbditos del reino de España, al encontrarse a bordo de aquella embarcación contra su propia voluntad, siendo por lo tanto, el acto en sí mismo de su liberación en modo alguno poder llegar a ser entendido como un episodio de sabotaje o piratería,  por lo que se decide absolver a estos de dichos delitos, ni al proceder a efectuar este, cometer crimen alguno, por lo que de igual manera se les exime de los delitos de asesinato”-, ordenando de esta manera, el regreso de estos hombres a su tierra natal, que se realizaría en enero del año 1842, casi tres años después de haber sido secuestrados.

Entre los años 1440 y 1870, se estima que fueron secuestrados y enviados, en aquellos barcos negreros, cerca de once millones de africanos, para ser vendidos posteriormente como esclavos.

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Qué pasó un 22 de julio

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Qué pasó un 22 de julio

José Luis Fortea

………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.

Bernard Thévenet

Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.

Qué pasó un 22 de julio

El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.

A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.

En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.

Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.

Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.

No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.

En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.

En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.

De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.

Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.

Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.

El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .

Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.

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