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’21 de junio … y entonces sucedió que …’, por José Luis Fortea
Publicado
hace 8 añosen
De
José Luis Fortea
……..esta es una de esas historias que no se sabe muy bien cuando tuvo lugar su origen, ni donde empezó realmente, pero que acabó siendo conocida por todos los que por aquel entonces vivían por Madrid y sus alrededores. Esta es la historia de un perro, de finales del siglo XIX, al que todos acabarían conociendo como el perro “Paco”.
El perro de estatura mediana y de pelaje negro y corto callejeaba en aquellos tiempos por la madrileña calle de Sevilla (entonces conocida como la calle de la Virgen de los Peligros), la de Alcalá y de la Puerta del Sol, frecuentando los cafés que por allí había, por si “caía algo para comer”.
De esta manera era habitual verle frecuentar el elegante y señorial café Universal de Juan Fernández Quevedo, al que por su peculiar decoración de grandes cristales sus clientes llamaban, ”el de los espejos”, y también por el café Suizo ubicado entonces en la esquina de la calle Alcalá con la de Sevilla, llamado así en honor de sus primeros dueños, procedentes de la localidad de Poschiavo del país Helvético, Pedro Fanconi y Francesco Matossi, que darían a conocer y popularizarían el típico bollo hecho en este local y al que se acabaría conociendo por el nombre del mismo establecimiento, un suizo. Estos tenían además en el número 3 de la calle correo de Bilbao una pastelería, llamada Matossi y compañía.
En su deambular y en aquellos recorridos, este también se dejaba ver por “el Imperial”, “el Colonial” y el “café Inglés”.
Pero sobre todos esos lugares, a aquel singular can gustaba de visitar el distinguido y con cierto aire aristocrático, local del “café Fornos”, con su vajilla y cubertería toda de plata, ubicado en la calle Alcalá justo enfrente del anteriormente señalado café Suizo, el cual llevaba el apellido de su dueño, José Manuel Fornos, y que sería aquí, cuando un 4 de octubre de aproximadamente 1878, el perro en su callejear se topase con un grupo de distinguidos hombres de pro, que cenando se encontraban en aquel establecimiento, entre los que destacaba don Gonzalo de Saavedra y Cueto, marqués de Bogaraya, en aquellos días diputado en las cortes por el Partido Conservador (y que años más tarde, llegaría ser alcalde de la Villa de Madrid).
Sentándose a una distancia prudente, y mirando al marqués, logró llamar pues la atención de este personaje, que solícito, pide al camarero le sirva a aquel una chuleta de ternera, observando con sorpresa, una vez suministrada esta, el porte y las buenas maneras en su proceder de este singular cánido, que en apariencia vagabundo y callejero, demuestra su saber estar, disponiéndole pues un hueco al efecto entre el grupo de los propios comensales, permaneciendo entre estos, aún después de haber hecho buena cuenta de aquella suculenta chuleta.
Hizo tanta gracia a don Gonzalo aquel can, que pidió le sirvieran una botella de un buen Champán, el cual una vez servido a los allí presentes, vertiendo el marqués unas gotas del mencionado vino espumoso sobre la cabeza del perro, y en honor al día en el que se encontraban (San Francisco de Asís), llamó pues a este con el nombre de “Paco”, empezando una estrecha amistad entre ambos y por aquel Madrid de entonces, toda una leyenda y un personaje.
Una vez finalizada aquella cena, el perro Paco, acompañaría al marqués hasta la puerta de su casa, despidiéndose de él desde una distancia prudencial, con cierta elegancia.
Los encuentros entre ambos se sucederían durante los siguientes días, entrando en contacto “Paco” con las altas clases de la Villa y Corte, que frecuentaban aquellos lugares acompañando al marqués, entre los que destacan hombres de negocios vinculados con el mundo de los toros y de los espectáculos, como don Rafael Menéndez de la Vega que en 1883 acabaría siendo el empresario de la plaza de toros, y el matador granadino, Salvador Sánchez Povedano, al que todos conocían como “frascuelo”, y que entonces protagonizaba una cruenta rivalidad en los ruedos con el cordobés Rafael Molina Sánchez, “lagartijo”.
Y desde entonces, por la simpatía que despertaba, lo vivo de su carácter, sus buenas maneras y su templanza, y sin duda alguna por la influencia y distinción de las gentes a quienes acompañaba, acabaría este siendo admitido en determinados círculos selectos, como un miembro más, siendo habitual verle en obras de teatro, en las que no vacilaba en “protestar” cuando algún actor interpretaba mal un papel o un personaje, señalándoles con sus aullidos. No hubo pues fiesta, sarao o convite en donde no se dejara ver el perro Paco, incluso en aquellas carreras de caballos, que se realizaban entonces en el antiguo hipódromo del paseo de la Castellana (actuales Nuevos Ministerios).
Y sobre todos estos festejos y acontecimientos, destaca sobremanera su presencia en una de sus celebraciones favoritas, las corridas de toros, de una plaza entonces situada en el actual palacio de los deportes.
Todos en la plaza lo conocían, el personal y los empleados, que en un principio creían que aquel era el perro del maestro “frascuelo”, permitiéndole corretear libremente por sus dependencias y al comenzar la corrida, verle situarse en el tendido 9, en donde, sin vacilar sabía mostrar su desaprobación ante un mal toro o incluso un mal torero, con sus gruñidos tan característicos. En las novilladas empezó hasta saltar a la arena, ladrando a las reses jóvenes y los moruchos, acompañando a los mansos hasta las mismas puertas de toriles.
En cierta ocasión, en una de las faenas y una vez muerto el toro, bajó desde el tendido número nueve hasta mitad del ruedo, para efectuar unos saltos, ante la aclamación del público asistente, quizás en una especie de aprobación, mostrando así su conformidad con el trabajo realizado por el torero, siendo desde entonces cada vez más frecuentes estas presencias, algunas inclusive en medio de la lidia.
Y sería precisamente un día 21 de junio, como hoy, de 1882, de hace ciento treinta y cinco años, cuando celebrándose una novillada, en la que el maestro de lidia era el madrileño Santos López, “el pulguita”, y siendo turno entonces de aquel novillo, el dueño de una taberna de la calle Hortaleza, José Rodríguez de Miguel, salta pues al ruedo el perro Paco, que comienza a hostigar a la res, cuando aquel intentaba realizar la suerte del estoque, llegando a situarse en mitad del recorrido, siendo apartado con la misma espada de un toque plano, y al no quitarse y volver a interferir entre ambos, díole un golpe seco con el mismo acero, pero en esta ocasión de pleno, hiriéndolo de gravedad, falleciendo días más tarde como consecuencia de la herida producida.
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José Luis Fortea
………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.
Bernard Thévenet
Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.
Qué pasó un 22 de julio
El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.
A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.
En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.
Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.
Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.
No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.
En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.
En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.
De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.
Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.
Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.
El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .
Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.
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