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‘5 de junio … y entonces sucedió que …’, por José Luis Fortea

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forteaJosé Luis Fortea

…….en 1625, se produjo uno de los episodios más recordados de nuestra historia, al quedar posteriormente eternizado, en uno de sus cuadros, por el pintor don Diego de Velázquez, plasmando la que sería conocida como la “rendición del sitio de Breda”, un 5 de junio como hoy, de hace por tanto trescientos noventa y dos años, mediante la entrega de las llaves de la mencionada ciudad, por parte de su gobernador, Justino de Nassau al capitán general de los Tercios españoles en Flandes, el genovés Ambrosio Spínola, de un conflicto que perduraría a lo largo de la historia durante cerca de ochenta años.

En 1598 durante las negociaciones que darían lugar a la celebración del enlace matrimonial entre Isabel Clara Eugenia y el archiduque Alberto de Austria, a la sazón, primos hermanos, al ser estos la hija y el sobrino del rey de España, Felipe II, este, en la correspondiente dote del mencionado casamiento, acordó conceder a los cónyuges la soberanía de los territorios de los Países Bajos españoles (adquiridos desde que aquel 20 de octubre de 1496 se celebrase el matrimonio entre Felipe de Habsburgo, “el Hermoso” y doña Juana I de Castilla, “la loca”), en un intento por otorgar cierta quietud a una zona más que conflictiva, levantada en armas, desde hacía ya treinta años, en una lucha por adquirir su independencia.

El rey de España había incluido una cláusula en la citada prebenda soberana en donde se hacía constar que –“en el caso de producirse el fallecimiento de alguno de los cónyuges sin descendientes, los territorios otrora cedidos, se reintegrarían nuevamente a la corona española” -.

Felipe II no llegaría a ver la boda de su hija, que acabaría celebrándose un 18 de abril de 1599, al haber fallecido siete meses antes, el día 13 del mes de septiembre. Con el fallecimiento de Felipe II, es nombrado rey de España su hijo, Felipe III, que hereda entre otros asuntos, este mencionado de los Países Bajos, medio año antes de las correspondientes nupcias previstas, debiendo por tanto respetar los asuntos implícitos acordados y la voluntad de su padre.

Así, una vez celebrado este enlace fueron declarados ambos cónyuges “soberanos de estos territorios”, gestionándose desde entonces el cese de las hostilidades mediante un acuerdo de paz de la que todas las partes implicadas, tanto el rey Felipe III, como su valido el duque de Lerma, el Consejo de Estado, los soberanos de los Países Bajos Alberto e Isabel Clara Eugenia, y Ambrosio Spínola, capitán general del ejército en Flandes, vieron con cierta complacencia la posibilidad de dicho armisticio, que vería la luz el 9 de abril de 1609, con la denominada paz de Amberes o también conocida como la tregua de los doce años.

Los años de aquel periodo fueron transcurriendo pacíficamente, con autonomía e independencia de la corona española. El debate volvería a reabrirse a un año vista del fin de aquella tregua, cuando el 3 de abril de 1620, el Consejo de Estado de España tuvo una primera toma de contacto para tratar el asunto. Las posturas estaban claras, cada hombre de la corte con influencia palaciega opinaba abiertamente sobre esta cuestión, sobre la conveniencia, o no, de una prórroga del mencionado acuerdo.

Y llega el año en cuestión de 1621, en el que en el mes de abril expiraba el plazo de la susodicha tregua y en el que curiosamente, diez días antes de este, se produjo el óbito del monarca español, faltando apenas un mes para haber cumplido los cuarenta y tres, sucediéndole su hijo, Felipe IV, sobrino de Isabel Clara Eugenia, queriendo los hados, o el mismo caprichoso destino, tener un papel relevante en esta historia, llevándose poco después, en el mes de julio, el día 13, al archiduque Alberto, sin descendencia, por lo que los Países Bajos, según se había en su momento estipulado, volvieron a pertenecer a la corona española, siendo desde ese instante Isabel Clara Eugenia, nombrada con el cargo de gobernadora.

Este hecho acabaría por reiniciar las hostilidades, siendo el objetivo principal de los Tercios españoles, a juicio de su capitán general, en contra del criterio del propio Felipe IV, la ciudad fortificada de Breda, considerada como un enclave estratégico defensivo y baluarte de aquella zona, fuertemente blindada que contaba con un regimiento de cerca de catorce mil soldados, preparados para proporcionar auxilio y protección.

Spínola diseñó un asedio a la ciudad que comenzaría en el mes de agosto del año 1624, con un contingente de unos cuarenta mil soldados, sitiando la ciudad, mandando la construcción de zanjas y fosas a modo de trincheras, de muros y vallas, e incluso de túneles, pasillos y corredores subterráneos con la intención de cortar todo tipo de suministro a la ciudad, pero aquellos previniendo estos movimientos diseñaron una serie de nuevas galerías.

El gobernador de Breda, desde hacía veinticuatro años, Justino Nassau, confiando en la llegada de tropas inglesas y danesas en su ayuda, al estar en guerra también contra  España en un conflicto que se había iniciado poco tiempo atrás y que acabaría implicando a distintas naciones europeas en lo que se vendría a denominar como la guerra de los treinta años, intentó sobrellevar el aludido bloqueo español, pero no hizo buenas cuentas al infravalorar a los temibles Tercios españoles, que si bien es cierto no eran los de antaño, de los gloriosos tiempos de Carlos I o incluso Felipe II (y su famosa frase para la posteridad de “se armó la de San Quintín”), todavía tenían en sus filas aguerridos soldados, que en abril de 1625, a los ocho meses de iniciado el asedio, con un refuerzo de seiscientos soldados, de infantería y piqueros (que eran aquellos armados sólo con una lanza larga llamada pica), repelieron el ataque de seis mil soldados ingleses y dos mil daneses.

Tras un cerco a la ciudad de casi once meses, el día 5 de junio de 1625, Justino de Nassau solicitó la rendición de una ciudad que había realizado una defensa heroica reconocida por todos, hasta por el propio Ambrosio Spínola que supo valorar la gesta de aquellos soldados, permitiendo que los derrotados salieran de la misma ciudad en formación militar, siendo la orden dada por los comandantes españoles la de tratar con dignidad y el máximo respeto a aquellas huestes vencidas, siendo el encuentro entre ambos  protagonistas, uno como máximo responsable de la ciudad y el otro como la máxima autoridad de los ejércitos, españoles, a las puertas de la fortificación, de absoluta cordialidad, de un momento que casi diez años después, un brillante pintor supo perfectamente plasmar en su obra conocida como “las lanzas”, de una capitulación honrosa, de sentida admiración hacía aquellos soldados y su valentía demostrada.

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Qué pasó un 22 de julio

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Qué pasó un 22 de julio

José Luis Fortea

………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.

Bernard Thévenet

Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.

Qué pasó un 22 de julio

El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.

A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.

En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.

Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.

Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.

No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.

En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.

En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.

De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.

Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.

Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.

El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .

Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.

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