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‘7 de abril …. Y entonces sucedió que …’, por José Luis Fortea

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forteaJosé Luis Fortea

….. en 1611, fallece a los 70 años de edad en París, don Antonio Pérez del Hierro, antiguo Secretario del Consejo de Estado del rey Felipe II, quien evadido de la justicia, habiendo sido declarado culpable de alta traición y del asesinato de don Juan de Escobedo, había logrado huir a Francia, hacía ya 33 años.

Don Juan de Escobedo, natural de Colindres (localidad que se encuentra entre Bilbao y Santander, a cuatro kilómetros al sur de Laredo), en 1574, a sus 44 años, había sido recomendado por el mismo Antonio Pérez, para ocupar el cargo de Secretario personal del hermanastro del rey, don Juan de Austria, y de esta forma disponer de una información privilegiada que le permitiera controlar, de ante mano, los movimientos del hijo bastardo de Carlos I, que dos años más tarde acabaría siendo nombrado gobernador de los Países Bajos en Flandes.

Pero el asunto no salió como este tenía previsto, ya que lejos de darle la información requerida, convirtiose una vez jurado su cargo, en un incondicional y leal secretario en el desempeño de su oficio, que no sólo no le trasladó las indagaciones precisas y convenientes sino que comenzó a recabar una serie de datos que le implicaban directamente en asuntos “turbios” y delicados, procedentes al parecer, de una serie de negocios ilícitos que Pérez tenía entre manos, destacando sobre todos, el presunto apoyo a los rebeldes flamencos en guerra contra el reinado de Felipe II desde 1568.

Cuando el propio don Juan de Escobedo solicitó al monarca regresar a España para encargarse a ayudar y resolver los asuntos propios de su majestad, viendo que este, atendía tal pretensión, autorizando su vuelta, temiendo el secretario del rey, maniobra alguna por parte de aquel, ordenó su asesinato.

Un asesinato que ya intentó en dos ocasiones, a principios del mes de marzo de 1578, vertiendo veneno en sus guisos. Una primera vez, habiéndole invitado a comer en la casa que don Antonio tenía en la Plaza del Cordón, a través de su mayordomo, don Diego de Martínez, quien se encargaría de derramar unos “polvos” en el puchero de la comida destinada a este, sin llegar a causar el efecto deseado más allá de unas fútiles y ligeras molestias estomacales, con los problemas que se derivan de las mismas y que consigo conllevan. En una segunda ocasión, estando todavía convaleciente por indisposición de aquella comida y recuperándose de esta, ofreciéndose a prepararle un caldo, echando un dedal ponzoñoso en su olla, sin llegar tampoco a lograr su cometido ya que a Escobedo algo le debió oler mal, por lo que sin llegar a tomar aquella sopa llegó a acusar a la encargada de realizar los menesteres caseros de la cocina, una esclava morisca, que llegó a ser, por ello, arrestada.

De esta manera, dado el infructuoso resultado del proceder, mediante la ingesta de brebajes, tomó pues la determinación de acabar con su vida mediante el envío de una partida de seis sicarios, quienes a las nueve de la noche de aquel lunes 7 de abril de 1578, aguardándole ocultos en la penumbra de la antigua calle de la Almudena, al salir este de casa de doña Ana de Mendoza de la Cerda, la princesa de Éboli, con quien está emparentado el propio don Juan de Escobedo y de quien dicen era amante don Antonio Pérez, abriéndole paso dos sirvientes y un paje, alumbrando el camino con antorchas, salen a su encuentro, dándole uno de ellos un golpe de espada que atraviesa su cuerpo de parte a parte, con una estocada que parece ser propia de alguien ducho en aquellos asuntos, como un soldado profesional.

A pesar de la hora en la que acontece el asalto, testigos del suceso oídos los gritos de la comitiva que acompañaba a Escobedo, persiguen al grupo de agresores, que durante la huida pierden un par de capas y un arcabuz (arma de fuego portátil, especie de fusil antiguo), pero amparados por las tinieblas de aquellas callejuelas logran finalmente  escabullirse y escapar.

Meses más tarde fallecería el mismo gobernador de Flandes, don Juan de Austria, aquejado de un tifus, dejando libre el camino a un secretario ambicioso, o al menos eso parecía creer él, máxime cuando a los criminales de aquel asunto les había despachado hábilmente otorgándoles licencias para poder vivir cómodamente lejos del lugar de los hechos.

El rey ordena a don Rodrigo Vázquez de Arce, afamado jurisconsulto en aquellos días, que ya había sido consejero con su padre Carlos I, para que proceda a efectuar una investigación secreta, en aras de esclarecer el citado asunto (del que algunos deslenguados ya apuntaban a que el mismo rey era conocedor, antes de producirse incluso y que en cierta manera, había llegado a autorizarlo, aunque este término no quedó constatado definitivamente en modo alguno), para lo cual dispuso del licenciado Pérez de Salazar como secretario, y que le lleva a finales de julio del año siguiente a una doble detención, en el mismo día, el 28 de julio, de Antonio Pérez y la princesa de Éboli.

Acusado de la autoría de la mencionada trama fue encarcelado y doña Ana de Mendoza tras varios encierros previos, recluida definitivamente en el palacio Ducal de Pastrana  en Guadalajara, de donde no volverá a salir, pasando allí más de once años, falleciendo el día 2 del mes de febrero de 1592, en una especie de arresto domiciliario, del que por su desmedido proceder, vieron algunos “asuntos de celos” por parte de Felipe II, de quien aseguraban había sido amante de tan bella dama e incluso ser el padre de alguno de sus hijos.

El 19 de abril de 1590, Antonio Pérez logró escapar de prisión, refugiándose en los territorios de Aragón, y acogiéndose al derecho foral de estas tierras, al ser este hijo de Aragonés, obstaculizando de este modo su detención. La ley foral al respecto era bien clara, el rey no podía enjuiciar a un aragonés por un delito cometido fuera de aquellas tierras, escapando de su jurisdicción y según el encargado de velar por el cumplimiento de estas, el llamado Justicia Mayor de Aragón, don Juan de Lanuza y Urrea, asunto este por el que, hasta el mismo rey, no gozaba de competencia.

La demora en la entrega encolerizó a un rey, que dictaminó que el asunto pues fuera tratado por un tribunal con jurisdicción en todos los rincones del reino, el “de la santa inquisición”, llevando consigo un ejército de 14000 hombres, que trató de trasladar hasta Madrid, en vano, al prófugo, e hizo posible que don Antonio llegase hasta el país vecino, disfrazado de campesino. Por su parte el Justicia reunió y se puso al frente de unas huestes de dos mil soldados, teniendo lugar un encuentro de ambos en Utebo, el 12 de noviembre de 1591, sin apenas derramamiento de sangre ya que las milicias aragonesas se dispersaron ante la notoria superioridad de aquellos.

Por el actuar y proceder de Lanuza, el rey Felipe II mandó eliminar el cargo de Justicia Mayor, y acusado de desacato, connivencia y confabulación con preso evadido, fue decapitado en ejecución pública, el 20 de diciembre de 1591.

En la más absoluta pobreza, en aquel París de 1611, un día como hoy fallecía don Antonio Pérez del Hierro.

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Qué pasó un 22 de julio

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Qué pasó un 22 de julio

José Luis Fortea

………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.

Bernard Thévenet

Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.

Qué pasó un 22 de julio

El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.

A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.

En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.

Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.

Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.

No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.

En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.

En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.

De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.

Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.

Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.

El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .

Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.

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