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’23 de marzo y entonces sucedió…’ por José Luis Fortea
Publicado
hace 8 añosen
José Luis Fortea
………..entonces era domingo, 23 de marzo de 2014, pasaban unos minutos de las tres de la tarde cuando fallecía, a los ochenta y un años, don Adolfo Suárez González, el primer presidente de la democracia española tras el periodo de la dictadura franquista, el de la difícil “transición”, ingresado desde el pasado lunes día 17, en el hospital fundado por el doctor Pedro Guillén, “La clínica Cemtro” de Madrid.
Hacia los medios de comunicación, que se encuentran allí desplegados en los aledaños del número 42 de la avenida del Ventisquero de la Condesa, se acerca su hijo, Adolfo Suárez Illana, para darles la confirmación oficial del óbito, pero la emoción le puede y tras pronunciar una frase de agradecimiento a estos por su espera, rompe a llorar.
Será el propio director del centro, el doctor Guillén, junto a la doctora que atendió a Suárez, Isabel de la Azuela Tenorio, en rueda de prensa, a las cuatro de esa misma tarde, quienes atiendan a los diferentes medios para detallarles las últimas horas del expresidente fallecido;
-“Una defunción producida como consecuencia de la evolución natural de la enfermedad de Alzheimer que padecía, presentando un deterioro neurológico severo, respondiendo sereno y confortable al tratamiento conservador al que había sido sometido, acompañado y arropado por la familia en todo momento”-
Se ponía fin de esta manera a una vida que se iniciaba en la pequeña localidad de Cebreros en la provincia de Ávila, un domingo 25 de septiembre de 1932, de la que siempre que podía hacía gala, porque el expresidente seguía presentándose como un “cebrereño abulense” más, cuando decía aquello de –“soy Adolfo, el de Cebreros, el hijo de la Herminia, el nieto de la tía Josefa”-.
Hijo de Hipólito Suárez Guerra, al que llamaban “Polo”, de carácter encantador y campechano poco preparado sin embargo para bregar con las responsabilidades propias de lo que se suponen conllevan las cargas familiares y con quien por sus esporádicas y frecuentes ausencias del domicilio familiar no llegará a tener una relación demasiado fluida, y de Herminia González Prados, a la que adoraba, hija de Ricardo González y Josefa Prados (los dueños de “vinos, alcoholes y anisados, Anís González”).
Hipólito y Herminia además del primogénito Adolfo, tendrán cuatro hijos más, Hipólito, Carmen, Ricardo y José María, y al cumplir Adolfo los cinco años decidieron trasladarse al número 17 de la calle Caballeros, en Ávila, en una casa ubicada en la primera planta, donde transcurrirá la infancia y la adolescencia de quien estaba llamado a dirigir los destinos de aquella España, que por aquel entonces, se encontraba inmersa en una guerra civil, desde el año 1936 hasta el 1 de abril de 1939.
Los siguientes años, los de la posguerra, del hambre, de los racionamientos, de los exilios y de las emigraciones, de una división social agravada por los rencores, no iban a resultar fáciles, pero marcaron sin duda el carácter conciliador del que se servirá, años después, desde la misma presidencia para desarrollar de una manera pacífica el paso de un régimen dictatorial a uno democrático en donde todas las tendencias y sensibilidades políticas se sintieron en justa medida, representadas.
En una de las ausencias de don Hipólito, Adolfo tuvo que compaginar al mismo tiempo trabajo con sus estudios de Derecho, situación esta que se prolongará durante dos años, y que será, al regresar al domicilio el padre, causa de conflicto entre ambos que llevará al primogénito hasta la ciudad de Madrid, para ponerse a trabajar de lo que buenamente pudo, haciendo de aquella máxima del “trabajo dignifica”, toda una realidad.
Primero trabajando de maletero en la Estación de Atocha, para posteriormente encontrar un puesto de comercial de ventas de neveras en una pequeña tienda, hospedándose en una modesta pensión, en la que por la noche, cuando se disponía a dormir, colocaba los pantalones debajo del somier de la cama para que quedaran bien “planchados, en unos años duros, que sin duda acabaron por forjar su carácter.
Será en aquella época, en uno de esos veranos que pasaba en Ávila, allá por 1957, cuando conozca a la que será su mujer, Amparo Illana Elórtegui, a cuyo padre que era el tesorero de la Asociación de la Prensa y vicepresidente de la Empresa Municipal de Transportes, estando delicado de salud le habían recomendado aquel clima abulense, época en la que conocerá además a quien se convertirá en su tutor político, el otrora gobernador de Ávila, don Fernando Herrero Tejedor.
Corría el año 1959, cuando tuvo lugar el día de la petición de mano de doña Amparo, para lo cual llevó un traje prestado de su buen amigo Fernando Alcón Sáez, de estatura algo menor y en aquellos tiempos más entrado en carnes, por lo que el mencionado atavío si bien cumplía la función de la presentación no así el de la prestancia, encontrando sin embargo, y así lo cuentan los allí presentes, que don Adolfo atinó con una postura sedente con cierto movimiento virado del que al parecer el traje le estaba que ni pintado, colocación esta que no abandonaría durante las casi dos horas que duró el mencionado ágape de la pedida y que durante la misma, quizá fruto de esos cientos de horas de ventas ya sobre sus espaldas y como buen comercial, supo vender el mejor producto del que siempre dispuso, diciéndole a su “futuro suegro”
–“don Ángel, ante Usted tiene a un hombre con un presente sinceramente pobre, pero no dude que con uno de los futuros más brillantes de este país”-.
Y así fue, porque durante la siguiente década, con una enorme confianza en sus posibilidades y su trabajo, llegará a ser a sus 36 años, gobernador de Segovia, el 31 de mayo de 1968, y gestionar a pie de calle, entre los escombros, el derrumbe del complejo urbanístico de los Ángeles de San Rafael, sucedido un año después de su nombramiento, en junio de 1969, en el que celebrando un banquete en la citada localidad segoviana cedía el techo del edificio falleciendo cincuenta y siete personas y resultando heridas cerca de ciento cincuenta.
Un desastre en el que acabaría siendo recibido por el propio generalísimo y al que no cabe duda acabaría sorprendiendo, pues nada más concluir el príncipe don Juan Carlos su formación académica, Franco, desplegando un mapa de España le instó al futuro monarca a “conocer España”, aconsejándole comenzar por esa localidad de Segovia, en donde se encontraba aquel joven, y del que desde entonces entre ambos se forjaría una excelente relación personal y de amistad.
El resto es historia…… director general de radiodifusión y televisión entre los años de 1969 y 1973, ministro y secretario general del Movimiento de 1975 a 1976, año este en el que ya entonces como monarca, Don Juan Carlos I, le nombra presidente de gobierno el día 3 de julio y que será el primer presidente elegido en las urnas en las primeras elecciones democráticas celebradas desde 1936 y en unas segundas convocadas posteriormente, hasta que en 1981, sorprendentemente, dimitirá.
En 1996 recibió el “Premio Príncipe de Asturias de la Concordia” por su labor durante esta etapa de la transición, de la que supo ganarse el respeto de toda una clase política, de izquierdas y de derechas, con un talante y un espíritu conciliador, reconocido por todos los que con él negociaron, y del que supo obtener el mejor programa de lavado de aquel tejido monocolor que heredó dándole tonos y tintes vistosos, en azules, en rojos claros y oscuros, en blancos, sin provocar mezclas entre estos, ni decoloraciones, como cuando en sus orígenes empezó vendiendo aquellas lavadoras, sabiendo utilizar el programa adecuado el 76-81, de una democracia joven hoy modelo a estudiar en los libros de historia, sin duda, entre otros personajes, por su miramiento, sensibilidad y contribución, de alguien que acabó por no recordar cuán grande había sido, que llegó a olvidar fruto de una enfermedad, todo su esfuerzo, su trabajo y su contribución, del que desde aquí, con esta pequeña reseña sirva para no hacernos olvidar quien fue y cuanto hizo por nuestra democracia.
En julio de 2008, Su Majestades los Reyes le hicieron entrega en su domicilio, del Collar de la Insigne Orden del Toisón de Oro (la más importante concedida por la Casa Real Española).
Hoy, hace tres años, fallecía don Adolfo Suárez González, pero nacía el recuerdo imborrable de su legado.
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José Luis Fortea
………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.
Bernard Thévenet
Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.
Qué pasó un 22 de julio
El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.
A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.
En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.
Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.
Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.
No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.
En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.
En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.
De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.
Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.
Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.
El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .
Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.
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