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’30 de julio … y entonces sucedió que …’, por José Luis Fortea

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forteaJosé Luis Fortea

………………… amarrado en el muelle californiano de la ciudad de San Francisco, el capitán del destructor USS Indianápolis, Charles Butler McVay, recibe las últimas directrices sobre el misterioso embalaje que ha de transportar hasta la isla de Tinian, en el océano Pacífico, al que nadie de su tripulación, bajo ningún concepto, podrá tener acceso.

La carga, con forma muy semejante a unos contenedores de plomo, ha sido anclada fuertemente al suelo de la bodega, quedando, desde ese mismo instante, custodiada por dos miembros armados de la policía militar (MP), a los que se les ha dado órdenes concretas de abrir fuego contra quienes tratasen siquiera de acercarse, en un radio de distancia de seguridad menor a tres metros, insistiendo que en caso de hundimiento o necesidad, aquel misterioso cargamento tendría prioridad absoluta sobre la marinería en las labores de salvamento.

Sin ser todavía conscientes, el capitán y toda la dotación de su flota de aquel crucero de ciento veinte metros de eslora, partían el lunes 16 de julio de 1945, con el uranio 235 que compondría, en menos de un mes, las entrañas de las primeras dos bombas atómicas, Little Boy y Fat Man, que acabarían siendo lanzadas sobre las ciudades niponas de Hiroshima Y Nagasaki, los días 6 y 9 del mes de agosto.

El Indiana, provisto de ocho calderas tipo White-Foster, con cuatro juegos de turbinas Parsons y movido por cuatro hélices que le permitía navegar a una nada desdeñable velocidad de 32,7 nudos, realiza aquel viaje en tan sólo diez días, arribando al puerto de San José de Tinian, de aquella pequeña isla de diecinueve kilómetros de largo por unos seis de ancho, que constituye, junto a otras quince más, las “islas Marianas”, entre las que destacan las de Guam y Saipán, próximas a las costas japonesas.

Entregada la carga, parten hacia la isla de Guam y de allí hasta las inmediaciones de Okinawa, en una “ruta considerada segura” por las autoridades estadounidenses que deniegan el acompañamiento al “Indy” de destructores escolta, como había solicitado el contralmirante McVay.

Dos días después, sobre las doce y cuarto de la noche del lunes ya, 30 de julio, de un día como hoy, de hace setenta y dos años, el capitán (que ese mismo día cumplía los cuarenta y siete años) tras haber suspendido la navegación surcando aquellas aguas en ángulos alternativos, timoneando en “zigzag”, recibe el impacto por estribor (su costado derecho mirando hacia la parte delantera de la embarcación, la proa), de dos torpedos, de los seis que han sido lanzados en abanico, por el submarino japonés de Primera Clase, I-58, al mando del comandante Mochitsura Hashimoto.

Aquellos dos impactos afectaron al sistema eléctrico de la nave, dejándola sin energía, sin el sistema de megafonía que les permitiese coordinar de una manera más efectiva la evacuación de la embarcación y sin poder emitir el consiguiente aviso de auxilio y de rescate. De los 1197 marineros que conformaban aquella tripulación, con esta primera acometida perdieron la vida cerca de 316, lanzándose los 881 restantes al mar, no dándoles tiempo en arriar todos los  botes salvavidas en los doce minutos que transcurrirían entre la primera explosión y el hundimiento total del buque, que había quedado prácticamente recostado.

Y es entonces cuando tendría lugar uno de los episodios más trágicos de la historia de los naufragios, de aquellos 881 hombres, que confiados en que su ausencia sería advertida, como mucho al día siguiente (en el que tenían previsto su encuentro con el USS Idaho, con quien iban a realizar maniobras conjuntas militares), se dispusieron a esperar en aquellas cálidas aguas, con la calina propia de estos meses, con lo poco que les había dado tiempo a ponerse encima, semidesnudos, algunos heridos, otros quemados, la mayoría impregnados del combustible de la nave que había quedado esparcido por las aguas, con la difícil misión de tratar de mantener la calma y no dejarse llevar por el pánico.

Pero nadie advertiría su desaparición, al tratarse esta de una embarcación sujeta a un programa de alto secreto, con lo que al dolor y al cansancio propio, se les uniría el hambre y con los rayos de aquel sol abrasador las insolaciones y la aparición de los primeros síntomas de deshidratación, y aunque aquellos hombres habían sido duramente entrenados en prácticas de supervivencia, muchos de ellos, desesperados, acabarían sucumbiendo comenzando a beber de las aguas que les rodeaban.

El reflejo de los rayos solares sobre el viscoso fuel que baila sobre la superficie del mar comienza a dañar las retinas de quienes no siguen los consejos dados de colocarse algún trozo de tela para protegerse los párpados. Algunos no disponen de esos trozos de trapo.

Y así, hambrientos, sedientos y exhaustos acabarían las primeras veinticuatro horas, de una eterna jornada de la que muchos llegarían a pensar haber pasado ya lo peor. Pero al finalizar ese primer día de naufragio, y con el comienzo del segundo, aparecen sinuosamente bajo sus pies, las temidas sombras de las erguidas aletas dorsales de lo que parecen ser los primeros tiburones, alertados sin duda por la sangre vertida, algo para lo que las cientos de horas de prácticas en la academia no les habían preparado.

Con su estructura cartilaginosa ligera y flexible, sus temibles filas de dientes y esos movimientos circulares, aquellos escualos fueron acercándose hasta producir las primeras embestidas. Para hacerles frente los hombres se unieron formando grupos compactos, gritando fuerte para asustar a aquellos depredadores que rápidamente fueron aumentando en número, hasta llegar a infestar aquellas aguas con cientos de ellos, que llegarían a ser de hasta un millar, ingiriendo casi siete hombres por cada hora. Los gritos desgarradores, se prolongarían durante aquel segundo día, y un tercero, y un cuarto……..

Y fue entonces cuando desde la isla de Peleliu en Palau, próximas al lugar de la tragedia, Wilbur Gwing a quien llaman “Chuck”, volando en su avión de patrulla marítima Ventura el día 2 de agosto, divisa sobre el mar una mancha de petróleo por lo que se aproxima a esta, convencido que su origen más que probable proceda un submarino japonés averiado, observando con esta maniobra, en la misma, los botes hinchables y lo que parecen ser hombres que agitan sus brazos, sin duda alguna restos de algún naufragio.

De los 881 que se habían arrojado al mar aquel 30 de julio, lograron sobrevivir 317 hombres, 564 morirían deshidratados, hambrientos o directamente por los ataques de los tiburones.

El capitán de la nave acabaría siendo declarado responsable directo del desastre, al ordenar suspender la travesía realizando el protocolario zigzagueo para evitar ser un blanco fácil. Este, se suicidaría veintitrés años más tarde, disparándose un tiro con su pistola reglamentaria en su casa de Connecticut. En el año 2001, el secretario de la armada Gordon England, de la administración del presidente George Bush acabaría por exonerarle de esta culpa.

En el siguiente enlace un tráiler de la película basada en este suceso, que se estrenó en 2016, con el título de hombres de coraje;  https://youtu.be/KDEbBYsG-rg

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Qué pasó un 22 de julio

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Qué pasó un 22 de julio

José Luis Fortea

………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.

Bernard Thévenet

Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.

Qué pasó un 22 de julio

El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.

A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.

En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.

Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.

Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.

No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.

En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.

En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.

De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.

Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.

Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.

El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .

Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.

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