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’17 de junio… y entonces sucedió que…’, por José Luis Fortea

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forteaJosé Luis Fortea

……en junio de 1871, el político y abogado penalista Clement Laird Vallandigham, a sus cincuenta años, aceptaba la defensa jurídica de Thomas McGehan por el caso del asesinato de Tom Myers, en un proceso complicado, y en el que llegaría incluso a apostar su vida por la inocencia de su defendido, de la que estaba firmemente convencido.

Clement Vallandigham, era de esa clase de tipos a los que es difícil hacerles cambiar de opinión, miembro del congreso de los Estados Unidos en dos ocasiones, candidato a la elección para gobernador por el Estado de Ohio en 1863, de la que no resultaría elegido, postulándose posteriormente a las elecciones presidenciales por el partido demócrata, de igual forma sin éxito, y que por sus ideales contrarios a la guerra había llegado a enfrentarse con el mismo presidente Abraham Lincoln, por lo que tras aquel cúmulo de fracasos enlazados, acabaría abandonando la política para dedicarse plenamente en aquellos asuntos para los que tenía, sin duda alguna, mayor pericia y destreza, la abogacía.

El asesinato de Tom Myers se había producido en el bar “El Salón Americano” situado en la calle Mayor, frente al palacio de justicia de la localidad, de apenas once mil habitantes, en el centro de Hamilton en el condado de Butler, en Ohio, durante la Nochebuena de 1870.

Aquella noche del 24 de diciembre, Thomas McGehan de treinta y cinco años, natural del condado de Clermont, considerado por sus vecinos como un hombre de negocios sin escrúpulos, muy conocido y temido por sus quehaceres especuladores relacionados con el juego y el whisky, propietario de las salas de billar “Phoenix”, situadas a pocos metros de aquel bar, se hallaba en el piso superior, sentado en una de las varias mesas que había, disfrutando de un juego de naipes al que llaman Seven Up.

En el mismo lugar, en otra de las mesas, se encuentra Thomas Myers, al que todos llaman Tom, jugando al Faro, un divertido juego de naipes de origen italiano que gozó de enorme popularidad en la misma corte del rey Luis XIV de Francia y en la que los jugadores han de adivinar, sin tener más que un contacto visual con las cartas de la baraja, la figura del palo de picas que se esconde situada boca abajo, en una especie de ruleta “ciega”.

La relación entre “ambos Thomas”, McGehan el acusado y Myers la víctima, al parecer no era todo lo buena y fluida que se pudiera esperar, consecuencia de los negocios que entrambos durante el pasado habían mantenido, y máxime cuando en abril, de hacía tan sólo tres años, en 1867, el hermano de la víctima, William Myers, había sido igualmente asesinado, recayendo las sospechas del mismo sobre McGehan.

Y de pronto sobre las ocho y veinte de la noche de aquel sábado los ocupantes de dos de aquellas mesas, sin conocerse bien los motivos exactos del inicio de la trifulca, se enzarzan en una agria discusión.

Los hermanos Thomas y James McGehan, John Garver, Daniel McGlynn y Shekins Sheely, comienzan a arrojar sobre la mesa donde se encuentra Tom Myers y sus acompañantes, todo tipo de objetos.

Quedará constatado por las investigaciones posteriores, llevadas a cabo por el juez de instrucción, que fue John Garver (a quienes sus íntimos llaman Jackson) quien golpeó a la víctima, en la cabeza, con unos nudillos metálicos (conocidos popularmente como puño americano o llave de pugilato) así como también a varios de los integrantes en aquella pelea, que presentarían diversas contusiones de consideración tras la misma,  siendo considerado este, el preciso momento, en el que Tom Myers, echándose mano de un arma que guardaba en el bolsillo derecho de su abrigo, al intentar extraer esta complicándose el gesto que completa la acción, presiona el gatillo al parecer de manera accidental antes de situar la pistola en su posición natural, apta para efectuar el disparo, hiriéndose de esta forma en el abdomen, por donde presentaría un orificio de entrada de una bala que fue determinada como la causante de su posterior muerte.

Las investigaciones sin embargo no aclararon suficientemente este asunto, motivo principal de controversia durante el juicio suscitado posteriormente, ya que el abrigo de la víctima no presentaba orificio alguno, que a juicio de los investigadores debería lucir corroborando con su sola presencia la versión del “disparo accidental” que facilitaba la defensa.

Aquellos cinco hombres fueron acusados de ser los presuntos autores del homicidio, hasta dilucidar en aquel juicio, que comenzaría el día 6 de junio de 1871, quien o quienes fueron los que realmente acabaron con la vida de aquella víctima.

El letrado Vallandigham se hizo cargo de la defensa de cuatro de los implicados, los hermanos McGehan, Shekins Sheely y Daniel McGlynn, por su parte John Garver estuvo representado por Stephen Crane, de un procedimiento judicial que mediante argucias legales, llegaría a conocer hasta cuatro sedes distintas, de los condados de Butler, Warren, Montgomery y Preble.

La noche del 16 de junio de 1871, en su despacho de Lebanon en Ohio, el abogado Vallandigham tratando de demostrar a un miembro de su equipo los gestos que realizó la víctima, preparando su argumento final de aquel juicio que basaba toda su argumentación en el disparo ocasional de aquel, al intentar sacar el arma de su prenda de vestir, como un error fatal y determinante, exculpando de esta manera a sus representados, situándose frente a su colaborador McBurney, comenzó su reconstrucción.

-“¿Ves?, le dijo, el arma la llevaba así, escondida en el abrigo, en su bolsillo derecho y al sentirse golpeado, aturdido saca la misma, y enlazándose con la misma prenda al tener la pistola así, presiona el gatillo y………………………………

……fue entonces cuando aquella pistola que venían estudiando intensamente durante casi diez días, creyéndola sin munición, se disparó de manera accidental contra el abdomen del letrado que, como consecuencia de este, fallecería al día siguiente, el 17 de junio, como hoy, de hace ciento cuarenta y seis años, siendo sus defendidos, absueltos del delito que se les imputaba, por quienes realmente llegó a apostar su vida por su inocencia.

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Qué pasó un 22 de julio

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Qué pasó un 22 de julio

José Luis Fortea

………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.

Bernard Thévenet

Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.

Qué pasó un 22 de julio

El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.

A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.

En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.

Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.

Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.

No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.

En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.

En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.

De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.

Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.

Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.

El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .

Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.

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