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’18 de junio… y entonces sucedió que…’, por José Luis Fortea

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……en 1961, el 18 de junio, un día como hoy de hace pues cincuenta y seis años, fallecía a la edad de treinta y seis años, Edward Carl Gaedel, que con su escaso metro y nueve centímetros de altura, llegaría a convertirse por unos momentos, en jugador de beisbol profesional.

Edward “Eddie” Gaedel, era un artista profesional perteneciente al Gremio Americano de Artistas de Variedades, todo un símbolo, desde 1946, de la discográfica Mercury Records, en la que prestaba su imagen como el “Mercury Man”, apareciendo en los sellos de los primeros discos de vinilo ataviado con un uniforme de ordenanza, posando sonriente y portando un sombrero alado, similar al logotipo de la mencionada compañía, para promover sus primeras grabaciones.

En 1951, William Louis Veeck, a sus treinta y siete años adquiría el 80% de las acciones del equipo de Béisbol St Louis Bronx. Bill Veeck no era nuevo en este tipo de negocios, pues ya había sido propietario de los Cleveland Indians de Ohio, a los que había logrado hacer campeones de las series mundiales en el año 1948 (tan sólo dos después de haberlo adquirido). Aquel año, de rotundo éxito profesional, vendría igualmente acompañado, de un estrepitoso fracaso sentimental, que acabaría por costarle el divorcio de su matrimonio. La mayor parte de su capital, lo tenía invertido en aquel equipo de béisbol, por lo que para hacer frente a los pagos de la ruptura matrimonial, tuvo que vender la franquicia que tanta gloria le había proporcionado.

Su primer año en St Louis Bronx fue de mera transición, tal y como estaba previsto,  quedándose prontamente en una cómoda posición en la clasificación de la liga americana, llegando al final de la temporada regular sin jugarse prácticamente nada, siendo ese año los campeones, el equipo de los New York Yankees, quedando en segunda posición “su antiguo equipo” de los Cleveland Indians.

El nuevo dueño, el señor Veeck, para atraer nuevos patrocinadores elaboró un plan para poner en marcha durante el partido a disputar el próximo domingo, día 19 de agosto de aquel año de 1951, cuando tenían como visitantes, a otro de los equipos que se movían por mitad de la tabla de la clasificación, los Tigers de Detroit, que tampoco se jugaban nada.

Fue entonces cuando Bill Veeck llamó a Eddie Gaedel, para proponerle la actuación de su vida, a cambio de unos suculentos cien dólares que en aquel entonces suponían todo un dineral. Para ello el dueño del equipo le confeccionaría un contrato por un partido a cambio de un salario estipulado de esos cien dólares, cuyo borrador fue enviado a última hora del viernes 17 de agosto a las oficinas de la MLB (Major Ligue Beisball), sabiendo de antemano que el organismo aprobaba los contratos de forma automática y que no los revisaba hasta el lunes siguiente.

De esta manera, a sus veintiséis años de edad, aquel hombre de un metro y nueve centímetros de altura y cerca de treinta kilos de peso, perfectamente equipado con el uniforme de los St Louis Bronx y con el dorsal en su espalda de 1/8 salía a la pista a “batear” ante la sorpresa de un público que en su vida había visto semejante escena.

El ‘pitcher’ (que así es como se denomina al lanzador del equipo) de los Tigers, Bob Cain no puede reprimir la sonrisa al ver a aquella persona de tan corta estatura dirigirse hacia su posición de bateo. El receptor de los Tigers Bob Swift prefiere dejar de mirar durante unos momentos para no acabar siendo descortés. El árbitro del encuentro, Ed Hurley, detiene el juego y exige la presencia inmediata del mánager de los Browns, que sabiendo la situación que podría darse en aquel momento, sale con el contrato provisional en la mano, para sorpresa de aquel colegiado, que a sus cuarenta y dos años, no había vivido jamás una situación de esta índole.

Tras revisar el contrato provisional (que a partir de ese momento y para no volver a repetir una circunstancia semejante, el comisionado de la MLB acordó requerir la aprobación efectiva de cada contrato realizado, antes de producirse la primera actuación de cualquier nuevo jugador), decidió dejar participar al dorsal número 1/8 y proseguir con el partido.

Eddie Gaedel tenía órdenes de dejar pasar las cuatro bolas de juego y no intentar siquiera efectuar su bateo. Según contaría años más tarde el propio Veeck, refiriéndose a este momento, al parecer le había llegado a insinuar a aquel “peculiar jugador” que si intentaba mover el bate, un solo centímetro, ordenaría a un francotirador apostado en un lugar estratégico, dispararle, recibiendo en caso de fallecer una cantidad cercana a un millón de dólares que era la cantidad estipulada en una de las cláusulas firmadas entre ambos (obviamente aquello no era en modo alguno cierto).

Al bateo Eddie Gaedel, al lanzamiento Bob Cain, que ya no puede refrenar su ataque de risa, enviándole cuatro bolas altas que el receptor Bob Swift, colocándose de rodillas atrapa, una a una, sin problema alguno (situación que quedó inmortalizada en la fotografía que acompaña a esta reseña).

Aquel pequeño bateador, ni se movió, ganando pues la primera base, ante el aplauso de un público entregado que le vitoreaba, obligando a este a parar en su trayecto y saludar hasta en dos ocasiones.

Lo de menos, al fin y a la postre, sería su resultado final (en el que por cierto los Browns perdieron 6 a 2), ya que el dueño, había conseguido lo que se había propuesto, que todo el mundo acabara haciendo mención de aquel partido, de aquel equipo, de aquel jugador, de aquel día.

El presidente de la liga Americana, Will Harridge, sensiblemente molestó recusó aquel contrato e intentó eliminar el nombre de aquel personaje de las estadísticas del partido, de un jugador que se había convertido en el más pequeño de la historia de la liga y que si bien únicamente participó en aquel partido por aquellos cien dólares, se dedicaría a conceder entrevistas y reportajes por los que ingresaría una verdadera fortuna. De hecho, y curiosamente su diminuta equipación, con la camiseta 1/8 está colgada en el salón de la fama.

Ocho años más tarde, en 1959, antes de comenzar un partido de béisbol en el estadio Comiskey Park, de los Chicago White Sox (equipo que ese año había adquirido Bill Veeck) descendiendo de un helicóptero en mitad del terreno de juego volvería a hacer acto de aparición Eddie Gaedel y tres hombres diminutos más, disfrazados de marcianos, pero sin participar en momento alguno en el juego del mismo.

El 18 de junio de 1961, el gran Eddie Gaedel moría de un infarto en su ciudad natal, Chicago. El único jugador profesional de béisbol que acudió a su entierro, fue precisamente aquel que le lanzó las cuatro bolas de partido, Bob Cain, el “pitcher” de los Tigers el día que aquel salió a batear.

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Qué pasó un 22 de julio

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Qué pasó un 22 de julio

José Luis Fortea

………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.

Bernard Thévenet

Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.

Qué pasó un 22 de julio

El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.

A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.

En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.

Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.

Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.

No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.

En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.

En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.

De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.

Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.

Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.

El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .

Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.

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