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’24 de noviembre … y entonces sucedió que …’, por José Luis Fortea

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forteaJosé Luis Fortea

……………………el domingo 24 de noviembre de 1974, el paleoantropólogo Donald Johanson junto a su colaborador, el estudiante de doctorado Tom Gray decidieron pasar el día libre por la región de Afar, al noreste de Etiopía, a unos 581 kilómetros de la capital, Abdis Abeba. Subidos a bordo de uno de los vehículos Land Rover que el Museo de Historia Natural de Cleveland, en Ohio, había puesto a su disposición, en aquella expedición por el norte de África, se dispusieron a recorrer los bellos parajes de la zona mientras comentaban sus inquietudes mundanas.

Aquel domingo 24 de noviembre se cumplía el centésimo décimo quinto aniversario de la publicación de la obra de Charles DarwinEl Origen de las Especies” (de la que hoy, por tanto se celebran ya ciento cincuenta y ocho años de la misma), y de la que, sin duda, dedicarían buena parte de su distendida conversación.

Estacionaron el vehículo en una zona en la que ya habían estado justo hacía un año, y en la que tuvieron suerte, al encontrar una serie de huesos que a la postre resultarían todo un gran descubrimiento. El profesor Johanson convencido de tener la misma ventura que la del año anterior, con tenacidad, no dejaba de mascullar repetidamente un viejo proverbio sueco que su madre le decía de pequeño “Trägen Vinner” (que bien podría ser traducido como “el árbol gana”, aunque también podría significar “el que la sigue la consigue”). Johanson si bien había nacido en la ciudad de Chicago en el año 1947, era hijo de inmigrantes suecos que se habían asentado en los Estados Unidos tras la finalización de la Segunda Guerra Mundial.

Y sería allí, en Afar, aquel domingo 24 de noviembre, de hace hoy cuarenta y tres años, con unos calurosos y sofocantes 35 ºC cuando en un pequeño montículo, sobre el mediodía, descubrieron lo que parecía ser el hueso que formaba parte de un cráneo, junto al que fueron apareciendo otros fragmentos óseos que sumarían en su conjunto cerca de cincuenta, pertenecientes a una hembra de unos veinte años de edad, con una altura de un metro y diez centímetros y un peso aproximado de 27 kilogramos.

El estudio posterior de los huesos determinaría que aquella hembra, que vivió hace más de tres millones de años, tenía un cerebro ligeramente más desarrollado que el de un chimpancé pero que mostraba una enorme diferencia con respecto a los simios, en su cuarto hueso metatarsiano, al presentar este, la curvatura singular tan característica en el caminar de las especies bípedas. En el siguiente enlace podemos observar estas diferencias https://youtu.be/xT8Np0gI1dI .

Aquel hueso curvado no aparece en los simios pero si en el grupo de los homínidos, por lo que “Lucy”, que así acabaría siendo llamada esta hembra “Austrolopiothecus afaraensis” (por ser Afar el lugar donde fue hallada) al escucharse repetidamente en el radiocasete, de un miembro del equipo de investigación, la canción de los Beatles – [Lucy in the sky with diamonds]- https://youtu.be/xxaOItEmu3U?t=49 , es por lo tanto considerada la primera homínida de la historia hasta la fecha, la “abuela de la humanidad”.

Lucy junto a los suyos, se vieron sometidos a una serie de cambios climáticos que les obligarían a adaptarse o extinguirse. La sequía trajo a aquellas tierras, desde Etiopía hasta África del sur, la desaparición de la vegetación y de las arboledas. El asfixiante calor, implacable en la vasta sabana africana, convertiría sus jornadas habituales en una lucha constante, buscando alimento durante el día y refugiándose por las noches en los árboles, donde instalaban sus guaridas protegiéndose de esta forma del ataque de los animales depredadores.

Los árboles no les eran ajenos, aunque su plena capacidad para desenvolverse sobre los mismos se había visto limitada al desaparecer la facilidad de agarre del dedo hallux (el dedo gordo del pie).

Curiosamente, la presencia de numerosas fracturas en la cadera, costillas, hombros, manos y rodillas de Lucy, hacen presagiar, según argumenta en un estudio sobre las  mismas el antropólogo estadounidense John Kappelman, profesor en la Universidad de Texas en Austin de ciencias geológicas, que aquellas son fruto de una caída desde, probablemente, uno de aquellos árboles, a una altura aproximada de doce metros.

Según el profesor Kappelman, son precisamente una serie de cortes afilados y limpios con pequeños fragmentos de huesos y astillas que aparecen en las muñecas de Lucy las que denotan una fractura típica de una  mano que impacta en el suelo durante una caída, dejando una señal y marca única en el húmero.

Lucy seguramente caería desde más de doce metros de altura, golpeándose contra el suelo a más de cincuenta y seis kilómetros por hora. El patrón típico de las fracturas presentadas, hacen pensar a Kappelman que aterrizó primero con los pies y preparó sus brazos al desmoronarse hacia adelante, siguiéndole la muerte de inmediato, al no presentar estas vestigios de curación.

Para tener más información al respecto, se puede visitar https://elucy.org/ .

 

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Qué pasó un 22 de julio

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Qué pasó un 22 de julio

José Luis Fortea

………….corría el verano de 1975, aquel en el que no cesaba de sonar en las radios el Bimbó de Georgie Dann, que acabaría siendo declarada oficialmente la canción del verano, aquel en el que Televisión Española emitía su series detectivescas de moda, las de “Tony Baretta” y “Kojak” y que amenizaba desde el pasado mes de abril, la noche de los sábados, con un nuevo programa llamado “Directísimo”, presentado por un joven bilbaíno de treinta y tres años, de grandes bigotes, llamado José María Íñigo Gómez.

Bernard Thévenet

Aquel verano, en el que ganaba el tour, contra todo pronóstico, el francés Bernard Thévenet, imponiéndose a un Eddy Merckx, líder desde la sexta jornada, que había sido golpeado por un espectador en su costado derecho en el ascenso al Puy de Dome, presentando desde entonces unas molestias que le harían perder a partir de aquella etapa, la decimocuarta, el maillot amarillo y que no lo volvería a recuperar, de un periodo estival más que sofocante y tórrido, en el que una caña en aquellos días costaba entonces diez pesetas, de aquel verano, el del 75, el último del jefe del Estado español, que fallecería cinco meses más tarde.

Qué pasó un 22 de julio

El martes 22 de julio, de un día como hoy, de hace más de cuarenta años , a unos cincuenta y tres kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Paradas, iba a tener lugar uno de los sucesos más trágicos de los últimos tiempos, que acabaría por convulsionar la vida de sus cerca de ocho mil habitantes, de un terrible episodio que en los juzgados terminaría conociéndose como el expediente 20/75.

A unos cuatro kilómetros de la mencionada población de Paradas, se encuentra la finca de los Galindos, perteneciente, desde hace seis años, a Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, marqués de Grañina, donde suele acudir esporádicamente, en tiempo estival, sin la compañía de su mujer, María de las Mercedes Delgado Durán. Al frente del aludido inmueble, se encuentra Manuel Zapata Villanueva, de cincuenta y nueve años, antiguo legionario y miembro de la Guardia Civil, que allí vive junto a su mujer Juana Martín Macías, de cincuenta y tres años, desempeñando las tareas de capataz, en unos terrenos dedicados principalmente al cultivo de la aceituna.

En el cortijo trabajan siete personas, tres tractoristas y cuatro temporeros, que a eso de las ocho de la mañana, de aquel martes día 22, ya se encuentran allí para ponerse a bregar, antes de que el sol les ajusticie con esos 49 ºC que alcanzarán a lo largo de aquella misma mañana. Zapata, como de costumbre, es quien distribuye “la faena”, mandando a las alpacas, a medio kilometro de la finca, al tractorista José González Jiménez, a un segundo tractor, junto con tres braceros, a la parte posterior del cerro y al tercer tractorista Ramón Parrilla a regar garrotes (que son los troncos de los olivos metidos en bolsas con tierra) de una jornada laboral que se prolongará hasta la una, momento en el que harán un alto en el camino para almorzar, durante cerca de media hora, y proseguir hasta eso de las cuatro de la tarde, cuando el mercurio se encarame en lo más alto de los termómetros respondiendo al calor abrasivo de esos casi cincuenta grados.

Y es entonces, sobre esa hora de las cuatro de la tarde, cuando el grupo de los tres temporeros que se encuentran en la parte del cerro observan salir un humo negro y espeso del cortijo, dirigiéndose rápidamente hacia allí.

Al llegar al lado de la verja de la entrada, encuentran restos de lo que parece un reguero de sangre, que les hace presagiar que alguien pudiera haber resultado herido, de un rastro abundante que dibujando un movimiento sobre la tierra serpenteante poco a poco se va diluyendo hasta llegar a desaparecer, por lo que Antonio Escobar, uno de aquellos trabajadores, acude raudo hacia el cuartel de la Guardia Civil, para dar el pertinente aviso, mientras Antonio Fenet Pastor, que lleva cinco años trabajando las tierras de Los Galindos, divisa lo que le da la sensación son dos cuerpos mutilados en aquel fuego que acelerado con gasolina desprende un olor más que nauseabundo, decidiendo no indagar más, hasta la llegada de la Benemérita.

No tardan mucho en personarse en el cortijo el cabo Raúl Fernández acompañado de un número de la Guardia Civil, para realizar las primeras diligencias de investigación. Al entrar en la casa, observan, al lado de una mesa camilla, otro gran charco de sangre, cuyo rastro se dirige pasillo arriba, hacia donde se encuentra la puerta de una habitación cerrada con un candado, colocado en la parte exterior, que fuerzan para poder acceder a su interior, encontrándose una vez dentro, el cuerpo de Juana Martín, la mujer del capataz, con la cabeza destrozada, golpeada por algún objeto romo, no hallándose nada más reseñable en la vivienda.

En el exterior, donde todavía permanece encendido aquel fuego, aparecen los restos casi calcinados del tractorista José González, Pepe, de 27 años y su esposa Asunción Peralta, seis años mayor que él, de 34 años, a quien al parecer había ido a recoger al pueblo para traerla allí, en algún momento de aquel día, aparcando su seiscientos de color crema en la entrada del cortijo, desconociéndose los motivos.

En la cuneta del llamado Camino de Rodales, cubierto con un montón de paja, se descubre un cuarto cuerpo sin vida, el del jornalero Ramón Parrilla, de 40 años de edad, tractorista eventual de la finca, muerto de un disparo de escopeta.

De Zapata, el capataz de la finca de Los Galindos, no hay rastro alguno, por lo que las primeras sospechas recaen sobre este, emitiéndose incluso, a la mañana siguiente, por el recién llegado juez del juzgado de Écija (al estar el de Carmona de vacaciones) Andrés Márquez Aranda la pertinente orden de busca y captura.

Al parecer, en los mentideros del pueblo, se decía que las relaciones entre el capataz y el tractorista Pepe no eran todo lo buenamente deseables que podían ser, fruto de un intento de José González por cortejar a una de las hijas de Zapata, negándose este a dicha relación, enemistando en cierta manera a ambos. Lo cual fue considerado como un posible móvil de aquel crimen, aunque no resolvía las dudas existentes sobre las restantes muertes.

Y fue entonces cuando tres días más tarde, el 25 de julio apareció el cadáver del capataz, que tras la autopsia realizada determinaría que había resultado ser la primera de las víctimas de aquel crimen que ya sumaba con esta, cinco muertes, desarbolando la hipótesis que se había venido considerando como probable.

El sumario del caso, el denominado expediente número 20 de 1975, con más de mil trescientos folios, ha dado a lo largo de la historia numerosas elucubraciones y teorías que no han podido resultar finalmente probadas, recayendo durante años las sospechas, tras haber sido encontrado el cuerpo de Manuel Zapata, sobre José González Jiménez que juzgado y condenado por el pueblo tendría que esperar hasta la exhumación de los cadáveres mediante orden emitida por el juez Heriberto Asensio que acabaría determinando que el “sospechoso” era, de igual forma, triste víctima de este suceso, y que además en opinión del prestigioso médico forense Luis Frontela Carreras, estudiando aquellas manchas de sangre en el piso encontradas, concluiría que a –“Juana la arrastraron desde el comedor hasta el dormitorio entre dos personas por lo menos”- .

Transcurrido los plazos legales previstos sin encontrarse el culpable de estos hechos, la causa quedaría archivada en el año 1988, y siguiendo el principio que extingue la responsabilidad criminal por el transcurso del tiempo, siendo para este tipo de delitos el previsto de veinte años, fue por tanto declarado su prescripción en 1995, a los veinte años de haberse cometido.

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